La oficial cayó al suelo, junto a sus compañeros de la UPR (Unidad de Prevención y Reacción), que se vieron aislados y rodeados por un grupo de violentos al final de la manifestación del pasado 17 de febrero en Madrid. Antes de que el resto de los agentes pudiera hacer nada para protegerla, sobre ella cayó una lluvia de golpes propinados por un par de energúmenos, armados con palos y un patinete, con los que atizaron a la oficial de Policía una y otra vez, con odio y con saña.
Ella intentaba zafarse mientras escuchaba los gritos de la turba que había salido a la calle, en teoría, para defender la libertad de expresión del rapsoda Pablo Hasél y le rendían honores deseando para la agente lo mismo que el rapero para tantos: "Mátala, mátala, ahora mátala". La oficial aguantó los golpes hasta que sus colegas alejaron a los agresores.
No era la primera vez que veía peligrar su pellejo. Cuando estaba destinada en policía judicial, algún delincuente trató de pasarla por encima con un coche para evitar ser detenido. Pero sí era la primera vez desde que estaba en los Bronce –el indicativo de la UPR Madrid– que se veía en una situación parecida: cara a cara frente a malvados con coartada ideológica. Chusma disfrazada de antisistema, antifascistas, anarquistas, anticapitalistas… Gentuza a la que diariamente dan alas un puñado de políticos en busca de no se sabe bien qué rédito o temerosos de no traicionar a sus bases. La oficial debió pensar que eran mejor gente aquellos aluniceros o butroneros que la quisieron pasar por encima. Al menos, esos eran malos, sin más, sin apellidos de corte político.
A la mañana siguiente, la oficial estaba en su puesto de trabajo, sin noticias de los y las de rúbrica fácil, esos y esas que firman manifiestos de solidaridad con tantas otras causas. Cualquier otro ciudadano, hecho de una pasta normal, habría pasado varios días de baja después de la tunda, pero la oficial volvió con su grupo de la UPR. Un día más en la oficina de los Bronce, un destino para hombres y mujeres de una pasta especial. Y es que la oficial agredida siempre quiso ser policía. Y luchó para ello, incluso contra las caducas normativas de su corporación. Así que, aún dolorida por los golpes, no quiso renunciar ni un solo día a ponerse el uniforme.
Nueve días después, sus compañeros de la Brigada de Información de Madrid detuvieron a los dos agresores de la oficial, uno de ellos menor de edad y ambos con el odio como único ocupante de sus cerebros. El mensaje de los agentes de Información madrileños, desde hace tiempo, siempre es el mismo: cuando agredes a un policía en una manifestación no dormirás tranquilo, porque tarde o temprano pagarás por ello, te sacarán de la cama y te engrilletarán. Los policías visionaron 400 horas de grabaciones de cámaras de seguridad para hacer justicia con su compañera y poner a sus agresores a disposición judicial.
En eso consiste el principio de autoridad, en dejar claro quién tiene la ley de su lado. Otra cosa es la laxitud con la que jueces y fiscales tratan a estos delincuentes, los que gritaban "Mátala, mátala" o los que buscan, como el pasado sábado en Barcelona, quemar vivo a un policía. Parece un vano esfuerzo hacérselo ver a los políticos, pero el estamento judicial debería ir de la mano de aquellos que son garantes de la paz, la libertad y la seguridad de todos, incluidos jueces y fiscales. Cuando se juega con fuego –literalmente– se acaba en llamas.