Son doce mujeres, doce supervivientes de las redes de trata de seres humanos. Cubren en turnos las veinticuatro horas del día. Su trabajo es encontrar a las mujeres que ellas mismas fueron e intentar rescatarlas de las redes de traficantes de carne humana, de los proxenetas. Actúan como agentes encubiertos, infiltrándose en los clubes que llaman la atención de los conductores con neones de siluetas de mujeres o en los pisos donde en los últimos tiempos se refugia la prostitución, cada vez más invisible. Simulan buscar trabajo, localizan a las víctimas de los tratantes y comienzan una labor de asistencia, que a veces comienza por la sanitaria. Su último objetivo es sacar a las mujeres de las redes, como una vez fueron rescatadas ellas por Apramp (Asociación para la Prevención, Reinserción y Atención a la Mujer Prostituida), una ONG que acaba de recibir el premio del Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género. Una vez fuera, las animan y las ayudan a iniciar una nueva vida y a ayudar a desmantelar la red de la que fueron víctimas. Y en los casi 35 años de historia han sido muchas las organizaciones de trata desarticuladas por el trabajo de estas mediadoras, como las llama Rocío Mora, coordinadora de Apramp.
Rocío, licenciada en Derecho, pasó cinco años como voluntaria antes de integrarse en Apramp de manera definitiva, hace 23 años. En la calle, se fajó entre los puteros y los chulos que convirtieron la Casa de Campo en el mayor prostíbulo del mundo: "Llegamos a atender a 800 mujeres en una sola noche". Eran los años del boom de la heroína, cuando cuerpos maltrechos, arrasados por el sida y el caballo se ofertaban durante toda la noche en el parque madrileño por tarifas vergonzantes, los años en los que el chulo de todas aquellas mujeres, españolas en su inmensa mayoría, era la droga. Apramp se volcaba en ese momento en la asistencia sanitaria, casi humanitaria de las prostitutas. Mujeres y transexuales tuvieron en las voluntarias de Apramp el puente que las hizo llegar al sistema nacional de salud. De aquellos años, Rocío recuerda a todas las que se quedaron por el camino, a aquellas que ofrecían mamadas con bocas sin dientes por tres euros o a los travestís que morían tras inyectarse silicona industrial en el pecho.
Con la llegada del nuevo siglo irrumpieron las mafias, los traficantes de mujeres. Jóvenes rumanas, nigerianas, brasileñas, colombianas, paraguayas, con los brazos intactos y buena presencia sustituyeron a las españolas, que fueron expulsadas de sus puntos, a veces con violencia. El problema se iba trasladando, pero no se resolvía. De la Casa de Campo a Méndez Álvaro, de allí a la Colonia Marconi. Apramp comenzó entonces a sacar de las garras de los esclavistas a las mujeres explotadas y a convencerlas para que denunciasen a quienes las habían llevado hasta allí con falsas promesas, que comenzaban en sus pueblos. La prometida vida mejor se convertía en noches en las que las hogueras no quitaban nunca el frío de la noche y en las que tenían que hacer seis, ocho, diez o quince servicios a puteros llenos de babas para librarse de la ira de los tratantes. Gracias al trabajo de Apramp, consciente de que había que luchar contra esas organizaciones criminales, y al arrojo de un puñado de mujeres, la Policía pudo desmantelar, por ejemplo, la red de Clamparu, Cabeza de Cerdo, uno de los mayores traficantes de mujeres del mundo.
La Policía se dio cuenta de que Apramp era un aliado básico. De nada servía entrar en club, abrir una docena de expedientes de extranjería y no dar a las víctimas de la trata una salida, una luz para comenzar una nueva vida. Desde hace unos años, Madrid cuenta con un turno de oficio específico para las mujeres explotadas sexualmente. Rocío Mora siempre supo que "todos los derechos y asistencia a estas víctimas, en una situación de enorme vulnerabilidad, no pueden depender de una ONG; nuestra función es la de ser un puente entre ellas y la administración, que sepan que pueden denunciar a quienes la engañaron y la explotaron y que cuenten para ello con asistencia especializada". Instaurar ese turno de oficio para víctimas de la trata es una de las reivindicaciones de Apramp.
España es uno de los líderes en consumo de prostitución, es el paraíso de los puteros, como le gusta llamar a Rocío a los clientes de las prostitutas. "No hay que castigar penalmente al putero –dice Rocío–, porque eso implicaría que las víctimas tienen que declarar contra ellos, pero sí hay que sancionarlos duramente, avergonzarlos, acosarlos. Que sepan que no pueden estar tranquilos cuando contribuyen a mantener a estas mafias".
La coordinación con Fiscalía, administraciones y fuerzas de seguridad distingue a Apramp de otras ONG dedicadas a la asistencia de prostitutas. Eso y su frontal rechazo a cualquier atisbo de legalización. "Eso sería legalizar la venta de seres humanos. A todos los que abogan por la legalización o sostienen que hay mujeres que ejercen libremente la prostitución, les propondría que se prostituyesen una temporada. Con lo que he visto y con lo que veo, no puedo levantarme una mañana pensando que hay que legalizar esto".
Las cifras de Apramp son abrumadoras. Solo en 2018, hicieron más de 4.000 asistencias, abrieron 1.349 expedientes y acogieron en sus centros a 1.334 mujeres y otras 147 residen en sus pisos, en esos lugares en los que las víctimas de la trata pueden reflexionar, recuperarse y poner los cimientos de una nueva vida. Pero para Rocío y para todas las mujeres que trabajan en Apramp, las víctimas son mucho más que cifras. Son nombres, rostros y, sobre todo, historias. Rocío no olvida a Cristina, una niña rumana de catorce años a la que su propia madre y sus tres hermanos explotaban sexualmente: "Su madre enseñaba las fotos de su hija a los vecinos, la ofrecía como mercancía". Cristina pasó de las calles de la colonia Marconi al colegio y su testimonio sirvió para condenar a su familia. Hoy, tiene una pareja, trabaja y sigue bajo el radar de Rocío, su ángel de la guarda.