Miguel López lleva más de dos semanas con la cabeza gacha, mirando permanentemente el suelo, como si allí fuera a encontrar la pista que le devuelva a su hija desaparecida, Esther López, de la que no se sabe nada desde el pasado 13 de enero. Miguel habla y se mueve como lo que es, un castellano viejo de recias pero educadas maneras. Con ellas atiende a todos los periodistas enviados a Traspinedo (Valladolid) para dar cuenta del suceso. Responde a todos y a todo, siempre con mesura y sobriedad, sin los histrionismos habituales en estos casos, sin gritos, sin llantos, sólo con una enorme pena que se percibe hasta en sus andares. Contesta cuando le preguntan sobre Ramón el Manitas, el único detenido, cuando le interpelan sobre la posibilidad de otros implicados y hasta cuando alguien le interroga sobre las anteriores desapariciones de su hija, poniendo el foco de forma más o menos sutil en la víctima en lugar de en el responsable de la desaparición. Al padre de Esther no le importa ya nada la vida que llevó su hija, sólo quiere encontrarla.
Miguel acude a todas las batidas, habla con los encargados de la investigación y no deja de atender a periodistas. Algunos le hacen ver que el pronóstico es malo, que a mediada que pasan los días se aleja la posibilidad de que Esther aparezca con vida. Miguel, pelo cano, ancho de espaldas, observa desde lejos cómo trabajan los perros que buscan cadáveres y sigue con atención los trabajos de los buzos de la Guardia Civil que se afanan en hallar el cuerpo de Esther bajo el agua. Sabe bien, y así lo ha dicho con la misma sobriedad con la que dice todo, que su hija está muerta.
El maltrecho corazón de Miguel lleva dos semanas aguantando. Hace tres años sufrió un infarto que estuvo a punto de acabar con su vida. Pese a ello, se empeña en no perder ripio de todo lo que se hace para hallar a su hija, en primera línea. Ha vivido los seis días de detención de Ramón y su puesta en libertad y no ha levantado la voz. Sólo pide, una y otra vez, que le lleven a su hija.