El próximo mes de enero cumpliré treinta y cinco años como reportero de sucesos, un privilegio que me ha permitido ser testigo de los cambios en mi profesión –de los que hablo aquí de vez en cuando– y también de las metamorfosis de los oficios que frecuento a diario: policías, guardias civiles, abogados, jueces… Todos ellos, como la sociedad española, han experimentado unas transformaciones que a veces los hacen irreconocibles. No hace tanto tiempo, ser un policía de calle conllevaba la condición de fumador y de bebedor, hábitos que parecían otorgar el plus de dureza imprescindible para trabajar en la calle; hoy los agentes que mantienen el orden en nuestras ciudades beben batidos de proteínas y frecuentan gimnasios, boxes de crossfit y carreras de montaña. Donde antaño había que ingeniárselas para buscar un apostadero desde el que observar un punto de venta de droga, con el peligro constante de que los malos mordiesen la vigilancia, hoy hay minúsculos drones que ofrecen a las unidades información precisa desde el aire. Las pesadas y farragosas comunicaciones de hace no tan pocos años –en permanente riesgo de ser interceptadas– se han sustituido hoy por aplicaciones en tabletas y teléfonos desde las que los policías pueden consultar en pocos segundos los antecedentes o las reclamaciones de cualquier individuo.
En los últimos meses he pasado unas cuantas jornadas grabando el trabajo de unidades de seguridad ciudadana –GOR, GAC y UPR– en Algeciras, La Línea de la Concepción, Sevilla, Córdoba, Valencia y Alicante. En estos reportajes he comprobado esa espectacular transformación y también he visto con satisfacción que hay cosas que no cambian. Hay en la profesión de policía unos cuantos guardianes de las esencias del oficio, celosos vigilantes de códigos que no están escritos en ninguna parte, pero que se transmiten de generación en generación para asegurar la supervivencia y el buen funcionamiento del gremio.
Lo comprobé, una vez más, en Alicante. Compartí una tarde noche de trabajo con los policías de la comisaría del distrito Norte de la ciudad, un terreno sería una no go zone (lugares en los que no entra la Policía) si no fuera por los agentes que trabajan allí, en unos barrios que se asemejan mucho más a La Cañada de Melilla o a Saint Denis que a un distrito levantino. Puntos de ventas de heroína, cocaína y marihuana, negocios que son tapaderas de receptadores de mercancía robada, yonquis que parecen salidos de la noche de los tiempos o de una película de cine quinqui, guerras entre clanes gitanos, delincuentes magrebíes que luchan por su espacio… Ese es el panorama en Norte, como llaman a su distrito los entusiastas policías que trabajan allí, un grupo de hombres y mujeres que guarda las esencias que dan sentido a su profesión y que trabajan en unas calles que son un cóctel explosivo que puede estallar en cualquier momento. Allí, el liderazgo significa ser el primero en llegar a los fregados, trabajar más horas que nadie y llevar en la cara y en el alma las cicatrices de muchos trienios en la calle. Y allí, los jóvenes aprenden de los mayores desde hace muchas promociones, por ejemplo, que los horarios y los turnos son más etéreos que en el resto de comisarías del país. O que si un policía sufre una agresión en el barrio hay que dejar claro bien pronto quién manda allí.
“El día que el jefe se retire perdemos el distrito”, me confesaba al final de la jornada un joven policía que cada noche se disfraza de habitante de los peores barrios de la ciudad para ayudar a sus compañeros uniformados a rebuscar entre la mugre. ‘El jefe’ es un inspector a medio camino entre los cincuenta y los sesenta con el pelo cortado a cepillo y con un armazón que nada tiene que envidiar a los de los compañeros con los que trabaja, algunos más jóvenes que sus hijos: “Estos cabrones –dice señalando a los suyos– me tienen a las seis de la mañana levantando pesas”. El jefe conoce nombre, apellidos, alias y direcciones de los delincuentes de su distrito y de todos sus familiares y tiene más información del barrio que el padrón municipal. Nada se mueve sin que él lo sepa. Gasta contundencia con el delincuente e intermedia con las autoridades para ayudar a los más necesitados, que le llaman por su nombre. Allí, en el distrito Norte de Alicante la hierba se siega muy baja porque hay que recordar a sus moradores que hasta allí también llega el Estado de Derecho. El jefe se encarga de hacerlo noche tras noche. Y cuando él se retire alguien recogerá su testigo y os transmitirá a los que vengan detrás. Porque, afortunadamente, hay cosas que nunca cambian.