El título no es mío, es de un policía que los conoce muy bien, porque tuvo que convivir con ellos en destinos lejanos y poco amistosos. Hace referencia a una de las últimas castas –esta sí, de verdad– que quedan: la de los diplomáticos. La casualidad o el destino ha hecho que estos días me haya acordado de ellos por dos hechos bien distintos, pero que tienen como nexo a los representantes de España en el mundo, esos funcionarios cuya actividad nadie fiscaliza y mucho menos objeta o sanciona, según cuenta mi amigo el madero. Tomo prestadas sus palabras para definirlos con precisión: "algunos son verdaderos orfebres engarzando naderías".
Agustín González, un esquizofrénico diagnosticado, desapareció de su domicilio de Málaga hace dos años. Nadie supo nada de él hasta el pasado mes de noviembre, cuando fue localizado en las calles de Lima, Perú. Problema resuelto, pensaría cualquiera que crea que las misiones consulares y diplomáticas tienen entre sus trabajos el de sacar de cualquier apuro a nacionales en tierra extraña. Un esquizofrénico es una persona tan vulnerable como un niño de corta edad y Perú cuenta con una abultada representación diplomática española que, según la lógica del común de los mortales, se haría cargo del desaparecido de inmediato y lo repatriaría. Pues no. La embajada de España en Perú no comenzó a preocuparse de Agustín –irían de cóctel en cóctel y convocando reuniones, la unidad de medida de los diplomáticos, según el policía al que he hecho referencia antes– hasta que SOS Desaparecidos y algunos medios, entre los que está laSexta, empezaron a pedir explicaciones y a reclamar una solución para un español enfermo a miles de kilómetros de su casa. El problema está en vías de solución. Las últimas noticias que tenemos de Perú, vía Asuntos Exteriores, es que a Agustín se le ha ingresado en un hospital para evaluar si se le puede trasladar en avión. Lo que no deja de sorprender, cuando es más que habitual que la Policía traslade de un país a otro a peligrosos delincuentes y cuando hace varias decenas de años existen los tranquilizantes, sedantes y análogos, que facilitan estos viajes. Veremos.
Hace unos días se cumplieron cinco años del asesinato de dos policías españoles, Jorge García Tudela y Gabino San Martín, en Kabul, Afganistán. El 11 de diciembre de 2015, un comando talibán entró en la embajada española y mató a los dos agentes. Gabino murió cuando fue al rescate de su compañero, abatido en los primeros minutos del ataque, porque se encargaba de custodiar la entrada. Morir en un país como Afganistán entra dentro de lo posible y los dos policías fallecidos y sus familias eran conscientes de ello. Con lo que nadie podía contar era con la desvergüenza del máximo responsable de la embajada en el momento del ataque, Oriol Solá. El diplomático declaró ante los fiscales de la Audiencia Nacional, al igual que los siete policías que estaban destinados en Kabul cuando sucedió el atentado. La emoción, la tristeza, la dignidad, el sentido del deber y el dolor de estos contrastaba con la displicencia de aquel, que declaró molesto, como preguntándose qué hacía allí y de qué tenía que responder. Todos los policías le contaron a los fiscales que la mañana del atentado, en la embajada se recibió un correo procedente de la agregaduría de Defensa en la que se alertaba de un inminente atentado contra una embajada en Kabul. El propio agregado de Defensa se lo confirmó a los fiscales. Sin embargo, el correo electrónico nunca llegó a los responsables de seguridad de la misión, a los policías. Cuando una fiscal le preguntó a Oriol Solá por qué no puso esa advertencia en conocimiento de los agentes, el diplomático, sin rubor, dijo que de ese correo se enteró por la prensa y que revisó su correo cuando el subsecretario de Asuntos Exteriores le preguntó por él. "Efectivamente –dijo a la fiscal-, me lo enviaron, pero a las cuatro de la tarde y yo a esa hora no estoy en el despacho". Ejemplo perfecto del mundo en el que viven los diplomáticos, aunque estén en un destino tan sensible como Kabul.
Cinco años después, Estefanía y Gemma, las viudas de los agentes, siguen buscando justicia para sus maridos, de los que no se ha respetado ni la memoria, porque el embajador Emilio Pérez de Ágreda –que estaba de vacaciones en el momento del ataque– ordenó retirar de un lugar preferente de la embajada la placa que recordaba a aquellos que murieron por proteger un pedazo de España en Kabul.
Poco más que salvaguardar su memoria y reparar a sus familias se puede hacer por Jorge y Gabi. Los diplomáticos españoles en Perú sí pueden hacer algo por Agustín. Si entre cóctel y cóctel les queda tiempo.