Tengo el vicio de sumergirme en el sucio resplandor de las librerías de viejo. Escarbo entre los estantes y me paso las horas entregado a títulos perdidos para siempre. A veces hay suerte y me llevo un buen botín tras el saqueo, como el del otro día, cuando conseguí tres libros nuevos de trinca, a estrenar, por un precio que da vergüenza decirlo.

Palabras para Julia, el poemario de José Agustín Goytisolo fue uno de ellos. Otro era una recopilación de relatos que Borges eligió en su momento como los más memorables de la literatura universal: Poe, Conrad, Kipling y toda la pandilla. Por último, conseguí el libro del que hoy vengo a hablar aquí, pues, aunque fue publicado a finales de los años treinta, nunca pasa de largo y nunca está demodé.

Se trata de Adiós a Berlín, de Christopher Isherwood, traducido por Jaime Gil de Biedma en una edición de mi añorado Mario Muchnik. Lo he leído con el gusto del que sabe apreciar las cosas bien hechas. El olfato comercial de Mario Muchnik lo llevó a editar la primera versión del texto en Seix Barral, allá por los años sesenta, a finales. Por entonces, Bob Fosse estaba pergeñando el guión de lo que sería Cabaret a partir de uno de los personajes del libro, Sally Bowles, una mujer que amaba demasiado. El mismo Mario me contó que Sally Bowles lleva el apellido de Paul Bowles en un claro homenaje a este.

Pero no me quiero despistar, pues vine aquí a hablar de la actualidad de Adiós a Berlín; una serie de relatos que se relacionan entre sí y que tienen como fondo la Alemania del periodo de entreguerras, cuando el nazismo penetra en el imaginario colectivo y el comunismo queda orillado como ideología intelectualoide y trasnochada. Es curioso cómo uno aprende más historia leyendo obras de ficción que sesudos ensayos históricos. Hay momentos en este libro en los que el proceso histórico que atravesó Europa se puede revivir de nuevo; los bancos cerrados por quiebra y las masas uniformadas saliendo a la calle, haciendo circular su ignorancia a paso marcial.

Ya lo hemos dicho muchas veces, cuando el Capital entra en crisis saca la violencia a pasear. En este caso, con el brazalete de la esvástica y entonando himnos bárbaros. Hemos aprendido poco o nada desde entonces. Hay otro momento, una escena, en la que el narrador contempla un combate amañado; “la conclusión que uno saca es deprimente -dice- a esta gente se le puede hacer creer no importa en qué o en quién”. La sentencia se puede llevar o traer hasta nuestros días y hasta nuestro país, en cuyo Parlamento no se discute o se discute poco, no se genera discurso y la gente, que sigue embobada el desarrollo de los tribunos, se cree que hay lucha de contrarios, distintos puntos de vista enfrentados, disputa entre los unos y las otras, cuando, las unas y los otros vienen a ser los mismos, o por lo menos tienen las mismas aspiraciones: servir al Capital.

Jugar al despiste y entretener a un pueblo que se traga todo resulta sencillo. Lanzar cortinas de humo como esta última con Puigdemont como prota y así distraer a la gente mientras el Capital sigue sangrando a un pueblo adormilado que no sabe ni contesta es asunto fácil. Colas de hambre, desahucios, inflación y aquí pendientes del Puchi. En fin, que la lectura de Adiós a Berlín hace que mi desencanto sea más llevadero, gracias a Jaime Gil de Biedma, a Mario Muchnik y al azaroso camino cubierto de polvo que me lleva hasta las librerías de viejo.