Entre otras muchas cosas, las ficciones también sirven para mantener la Historia viva. Sin ir más lejos, se puede aprender más del Madrid de principios del siglo pasado en una novela de Baroja que en cualquier sesudo ensayo plagado de fechas y de citas a pie de página.
La ficción llega a ser tan poderosa que, ante ella, la realidad queda convertida en algo insustancial y repugnante. Algo así vino a decir el uruguayo Juan Carlos Onetti en el párrafo fundacional de la fábula contenido al principio de su relato El pozo: "Se puede mentir de muchas formas, pero la más repugnante de todas es decir la verdad".
En todo caso, si de algo sirve la verdad es para inspirar historias como la que hoy nos trae hasta aquí. Se trata de El casco de Sargón (Navona), la primera novela de Jorge Benítez, un barcelonés del 77 que, con ritmo ágil y humor punzante, nos cuenta la relación entre la guerra, el expolio artístico y las estructuras rígidas universitarias que son un reflejo de esa otra realidad que es la realidad social que viven los barrios de las afueras; moléculas urbanas donde las familias se hacinan fragmentadas, atomizadas, culpa de los procesos históricos que desplazan al ser humano hacia los márgenes y la incertidumbre.
Con estos elementos, Jorge Benítez consigue llevarnos hasta la puerta falsa de Istar que resulta ser más verdadera que la auténtica, y que abre la muralla de una imaginada Babilonia donde el pase de magia literario, al estilo de Lewis Carroll, alcanza la crítica social, algo que se agradece en estos tiempos donde el subtexto es carencia, de ahí que las novelas de ahora se caigan desde el primer párrafo. Pero El casco de Sargón no peca de dicha falta; entre sus líneas podemos encontrar la acidez y la crítica ante la realidad insultante que nos aplasta día tras día.
Los ambientes de las ciudades satélites con el hule cubriendo la mesa de las cocinas, junto a las noches de insomnio cargadas de fantasmas y de acreedores, y siempre acompañadas por el olor rancio de un cenicero atestado de colillas, se mezclan con el aroma a café recién hecho de un despacho universitario donde la traición está al otro lado de la mesa, envuelta en el perfume de la vanidad.
Esto son cosas que uno escribe inspirado por la lectura de El casco de Sargón, una de las novelas más entretenidas de los últimos tiempos en la cual resuenan los ecos de Eduardo Mendoza, Rafael Azcona y por qué no, de Valerio Massimo Manfredi, autor italiano que dio a conocer Mario Muchnik en nuestro país y en cuyas ficciones mezclaba la antigua Roma, los restos arqueológicos en Pompeya, la biblioteca del Vaticano, la guerra de Troya y qué sé yo.
La lectura de esta novela nos pone en la actualidad del mapa bélico donde Ucrania protege su legado artístico de las bombas y del expolio. El casco histórico medieval de Leópolis es sólo un ejemplo. Luego está La Galería Nacional de Arte, donde se han descolgado las pinturas de sus paredes, entre las que se encuentra una obra de Goya, para llevarlas hasta un bunker secreto en espera de que finalice esta guerra en la que el imperialismo de Putin se mide con el imperialismo made in USA representado por su títere ucraniano.
Pero dejemos atrás la repugnante verdad y volemos hacia esta novela de Jorge Benítez, donde la guerra de Irak y la de la antigua Yugoslavia le sirven al autor barcelonés para tejer una intriga psicológica de esas que no se leen todos los días.
Si quieren pasar un buen rato este verano, y aún no saben qué libro llevarse de vacaciones, no lo duden, El casco de Sargón no les va a defraudar. Para nada.