Era solitario y amigo de la naturaleza. A veces nos encontrábamos en la Dehesa de la Villa y caminábamos juntos un buen trecho. Yo lo escuchaba; seguía su ritmo barroco y sureño, labrado a golpe seco de palabra y vino. Hoy, cuando lo leo, vuelvo a escucharlo de nuevo; su prosa, de una sonoridad rica en matices, me devuelve hasta aquellos días, cuando yo aún no había publicado y él -José Manuel Caballero Bonald- era un autor consagrado.
Este verano estuve leyendo sus memorias; su jugosa vida contada con ironía y profusión de detalles. Una opulencia de adjetivos siempre certeros, como corresponde a un autor de nervio y arrojo a la hora de enfrentarse a su pasado por medio de un papel en blanco. En uno de sus capítulos, Caballero Bonald nos cuenta sus idas y venidas; vueltas y revueltas en la lucha antifranquista. Nunca perteneció a partido político alguno, pero tal asunto no fue motivo para que lo llevasen preso por su posición política. En una ocasión, tuvo que ir a Valencia a coordinar una movilización universitaria y se alojó en el piso de un estudiante; un joven que hacía de enlace entre su facultad y la de Madrid. La historia me la contó una de esas mañanas que nos encontrábamos en la Dehesa de la Villa, cuando el mundo aún estaba por descubrir y yo era un chaval alucinado que me atrevía a soñar que algún día mis novelas lucirían junto a las suyas en las librerías.
Resulta que Caballero Bonald llegó a Valencia y se alojó en un piso grande con una mesa en el comedor donde bien hubiese cabido Jesucristo, los apóstoles y media docena más de invitados. Pero en esta ocasión sólo estaba Caballero Bonald con el joven estudiante, la hermana de este y su abuela, una octogenaria "menuda y pulcra". Servida la cena, el joven estudiante empezó a hablar, a contar sin ningún tipo de ambages la estrategia que se estaba llevando a cabo en su facultad para poner en marcha las protestas. La abuela comía en silencio y Caballero Bonald apretaba los dientes pensando en la reprimenda que le iba a montar a su nieto, cada vez más exaltado, contando pormenores de la movilización.
En una de esas, la abuela levantó la cuchara y pidió la palabra para preguntar: "¿Habéis quemado algún tranvía?", a lo que el nieto se quedó callado. Con la cabeza gacha, un tanto avergonzado, comentó que no, que no habían quemado tranvías. "Pues hasta que no empecéis a quemar tranvías no vais a conseguir nada", afirmó la abuela.
Y de esto me acuerdo ahora que las calles se han vaciado de protestas. No es que no se quemen tranvías, es que todo indica que la clase subalterna hace de cortafuegos para un capital que se frota las manos ante tanta servidumbre. La izquierda no puede quedarse en Twitter o en Equis o como se llame el cacharrito. La izquierda tiene que olvidar la dimensión virtual en la que se está moviendo y salir a la calle a encender conciencias. De lo contrario, seguiremos sin poder llenar la nevera trabajando el doble que antes. La revolución se hace con las cabezas, sí, pero al poder ser que la cabezas sean de cerillas.