Tras la muerte de Franco, antes de que el Régimen del 78 se atornillase para siempre, en ese tiempo de claroscuros, Barcelona se convirtió en la ciudad más libre de toda la península. Fue entonces cuando el movimiento libertario empezó a cuajar entre humo de porros, flores y nudismo. La vida comunal se hizo costumbre y publicaciones como Ajoblanco levantaron acta notarial a la manera friki de aquellos días.
A todo este colorido se le vino a sumar la libertad sexual entre personas del mismo género. Uno de sus mayores representantes, en su dimensión más artística, fue José Pérez Ocaña, sevillano de Cantillana quien, en sus delirios más extremos, quiso hacer de Las Ramblas una sucursal de Sodoma. Lo consiguió a ratos, vestido de mujer, levantándose la falda y enseñando el culo.
Ocaña fue "la Pasionaria de los mariquitas", tal y como le gustaba presentarse cada vez que tenía ocasión. Su vida fue un continuo inventario de anécdotas y de curiosidades. Su muerte fue abrasiva, propia de una tragedia incendiaria, pues murió ardiendo, en llamas, consumido en su disfraz de sol mientras participaba en una fiesta que él mismo había organizado en su pueblo. Una de las bengalas que llevaba cosidas al vestido se prendió; lo demás ya es historia.
Hoy, cuarenta años después del accidente, los de la editorial Dos Bigotes se han marcado un homenaje en forma de libro colectivo. Se titula El eterno brillo del Sol de Cantillana y ha sido coordinado por Carlos Barea. Entre sus páginas nos encontramos con el testimonio del mejor dibujante de tebeos que ha dado nuestra historia underground. Nos referimos a Nazario, amigo de Ocaña.
Tampoco podía faltar en este homenaje el cineasta Ventura Pons, cuya película titulada Ocaña, retrato intermitente, fue un revulsivo para los bien pensantes y bien comidos de la época. Almodóvar debe tanto a Ocaña y a este documental que, si no hubiese sido por el de Cantillana, nuestro cineasta manchego lo hubiese tenido más difícil de lo que en realidad lo tuvo. Porque Ocaña fue pionero en esto del travestismo, la transgresión y la mariconería que ahora se dice queer para señalar una identidad sexual que en nuestro país siempre tuvo otros nombres más sonoros.
Con todo, si hay que destacar una voz en este libro colectivo, sin duda, esa es la voz de Pedro G. Romero, responsable en su día de la exposición dedicada a Ocaña y uno de los tipos que mejor saben cruzar los orígenes del flamenco con los sucesos históricos, así como la iconografía sacramental con las vanguardias artísticas del siglo XX.
Versado en cultura popular, Pedro G. Romero se marca un texto jugoso con referencias a Agamben, Freud, Marx, Nietzsche y toda la pandilla; un texto que es, en sí mismo, un trabajo de investigación escrito con la exigencia que reclama una tesina. Es de una precisión propia de un forense que practica incisiones definidas en el cuerpo de nuestra historia más olvidada; la misma que quedó en el trastero cuando el Régimen del 78 tomó posición y todo lo convirtió en cenizas.