Si por algo se caracteriza Enrique Vila-Matas es por saber contar lo que pasa cuando no ocurre algo. O sea, lo que sucede cuando en apariencia no hay suceso, cuando la vida se detiene a la espera de que aparezca alguien a contar cómo el viento arrastra una bolsa de plástico por la calle o cómo remueve el café el tipo de la mesa de al lado mientras tú lees el periódico. Son instantes que Georges Perec convirtió en literatura y que inspiran la prosa de Vila-Matas.
Se trata de una manera precisa de contemplar la vida; de explicar el mundo, siempre de fuera hacia adentro. Vila-Matas la practica interpretando las señales que el azar va dejando en su camino, como esa bolsa de plástico arrastrada por el viento que tan sólo ha de seguir con la mirada, para llegar con ella hasta la ventana de un meublé donde un hombre cuenta los lunares de la espalda de su amante; una mujer que es la viuda de un bisnieto del asesino de Trotski. En fin, esas cosas tan de Vila-Matas que sólo sabe contar Vila-Matas.
En estos días de primeros de año leo su Dietario voluble (Debolsillo). Entre sus páginas encuentro a un Vila-Matas socarrón, escéptico a ratos y resacoso otras tantas veces. La información bibliográfica que desata su lectura es importante; su dietario me lleva a recorrer las librerías en busca de un título y otro, a descubrir autores que hasta el momento desconocía. Así encuentro a Celati con sus Narradores de la llanura o a Roy Sorensen con su Breve historia de la paradoja.
Luego está la crítica de grano fino, actual en el momento de publicar su diario y que ahora también lo sigue siendo, pues no ha cambiado tanto el tema. Porque con nuestra clase política la vida está cada día más por debajo de la vida, aunque, si miramos a Argentina, no nos podemos quejar. Pero me estoy despistando, quería hablar del dietario de Vila-Matas y de una entrada que me ha parecido significativa donde se plantea hacerle una oferta al Gobierno, proponiendo buscar nombres a las noches de la semana. "¿Le podría al Gobierno interesar mi idea? Seguro que, como toman tantas iniciativas extravagantes, pensarían que una más no importa".
A mí me parece una idea estrellada, en el buen sentido de la palabra, como los huevos con jamón. Y me entretengo con la ocurrencia, pensando que la noche del domingo puede ser bautizada como la noche de la resaca, la del sábado como la de la fiebre y la del viernes como la del empalme. La del jueves sería la noche ecuatoriana y la del miércoles sería la noche de la ceniza por aquello de respetar las tradiciones. La del lunes sería la noche más larga y, por último, la del martes sería la noche del humo, la noche que queda suspendida en el aire como esa bolsa de plástico que Vila-Matas persigue con la mirada desde un café de París donde, en una mesa cercana, un hombre cuenta los días que le faltan para quedar con la viuda de su amigo, un bisnieto del asesino de Trotski. En ese plan van las cosas a las que Vila-Matas saca el jugo.