Madrid. Durante los primeros meses del año 1979, la ETA amenaza los cuarteles y las comisarías. Policía, Guardia Civil y demás cuerpos militares se mantienen en estado de máxima alerta. No hay semana sin atentados. El ruido de sables se hace escuchar y el miedo lo intensifica.
Así estaban las cosas cuando, una noche, unos legionarios acuartelados en Leganés deciden salir a dar un garbeo por el centro, tomarse unas copas y volver pronto a dormirla. Nada del otro mundo. Pero en uno de los bares tienen bronca con unos recién llegados, y uno de los legionarios, llevado por el arrebato, saca el machete. La víctima, un joven que acababa de jurar bandera, cayó a plomo y el legionario supo de inmediato que lo había matado. La hoja salió limpia, nada de sangre; tan solo la grasa, la gelatina blanca que sueltan las vísceras al entrar la hoja a matar.
Así empieza uno de los relatos más absorbentes publicados en los últimos tiempos. Se trata de una crónica periodística, un trabajo de investigación llevado a cabo por David Cabrera con un título tan acertado como significativo: La sombra (Libros del K.O). Es la historia de un crimen, pero como sucede con las buenas historias, es la historia de un crimen donde subyacen otras tantas historias, entre ellas, la historia de este país visto desde abajo, desde la marginación y la incertidumbre. Porque el tiempo que cuenta Cabrera se vive entre ese fatídico día y nuestra actualidad, desde la Derby hasta el BMW marronero pasando por el Hyundai Coupe que conducían los macarras antes de que los capullos de Lehman Brothers desencadenaran la ruina del sistema, antes de que el prota de la crónica de David Cabrera se tuviera que reciclar abaratando sus chapuzas para llenar andorga, dicho en germanía taleguera.
Porque estuvo recluido en La Modelo y también en Carabanchel, presidio donde coincidió con el Nani, con José Antonio Valdelomar –prota de Deprisa, deprisa- y con Rafi Escobedo, acusado de asesinar a sus suegros, los Marqueses de Urquijo. Pero no sólo hay vivencias de presidio en el libro de Cabrera, sino que también las hay del mundo exterior donde el protagonista de esta crónica vive envuelto en la sombra de la clandestinidad desde que, un buen día, tras un permiso penitenciario, decide no volver más al trullo.
Entonces se esconde donde nadie lo pueda ver, y qué mejor sitio para esto que su propio barrio, en Barcelona, donde todo el mundo lo conoce de vista pero nadie sabe de quién se trata. Porque la mejor manera de esconderse consiste en no esconderse y da resultado.
De este modo, el libro de David Cabrera se convierte un libro de sombras chinas, de juego de espejos y de ilusionismo; una metáfora de nuestro país que entra en la modernidad en el año 92, cuando la Expo y las Olimpiadas nos sitúan en el mapa. Y va a ser con la imagen de la inauguración de los Juegos Olímpicos cuando David Cabrera nos descubra que la flecha de fuego que traza una parábola de ochenta y seis metros hasta encender el pebetero es un truco de prestidigitador. El pebetero estaba encendido de antes, con el gas al mínimo, y en el instante en que la flecha pasa por encima, abren la llave a tope.
Un simulacro que viene a definir la sociedad del espectáculo en la que estamos inmersos, nosotros y nuestros atributos más arraigados. Tendría que haber más periodistas como David Cabrera que nos abrieran los ojos a la realidad aunque colisionáramos con ella. A ver si escribe pronto otra crónica tan guapa.