Hablemos del gusto, ese sentido que hará que todos esos sabores o impresiones se multipliquen hasta el infinito. O que nos neguemos a comer ese alimento porque no nos gusta nada de nada. Como sucede con el resto de sentidos, el gusto es una apreciación subjetiva y personal. Y se puede educar. De niños nos gustan más los sabores facilones, como el dulce y el salado. A medida que nos hacemos mayores nos van llamando la atención los amargos (la cerveza, sin ir más lejos) o el picante. Y aquí, de nuevo, todo va en gustos: hay quienes no soportan ni media guindilla y paladares a prueba de fuego a los que les va la marcha y los platos picantes.
¿Te acuerdas de ´Érase una vez la vida' cuando las neuronas corrían con los mensajes al cerebro? Cada vez que estamos ante un alimento se repite la misma escena: el olfato transmite el aroma, la vista remite la imagen del plato... Todas esas informaciones se archivan en el cerebro. Si nos gusta, irán a la carpeta de 'Mis comidas favoritas', esa donde siempre están las croquetas de mamá. Si no nos gusta, se guardará en la de 'Comidas para no repetir nunca jamás'. En tiempos de las cavernas era un mecanismo simple con el que la naturaleza se aseguraba que el humano no volvía a meterse en la boca algo que en su día no le había sentado bien. Así se evitaban intoxicaciones alimentarias, que en los tiempos previos a la sanidad moderna solían acaban en funeral. Por el contrario, si estaba en la carpeta de 'Me gusta' se podía repetir con tranquilidad. En realidad, el instinto trabaja como las redes sociales: si te gusta, te apetece recomendarlo y le das al 'me gusta', que con la comida significa 'quiero volver a comerlo', 'prueba esto, que está riquísimo' o 'te voy a llevar a un sitio que conozco donde se come de maravilla'. Si no te ha gustado, lo bloqueas. Por eso cuando algo te da cólico, es fácil que cada vez que te lo pongan delante, te dé una arcada. El cuerpo identifica ese alimento como que ha dado problemas en el pasado y hace todo lo posible porque no se vuelva a repetir en el futuro.
La naturaleza nos programa para que la comida nos sea placentera. Luego vendrán los nutricionistas a decirnos que hay que comer de todo y que habrá cosas que te gusten más, y otras, menos. Por suerte los recetarios se las ingenian para que hasta aquellos alimentos que no nos terminan de gustar puedan pasar el control de los sentidos. Aquí entramos en el juego de las distintas formas de preparar los alimentos (puede que no te guste la textura blanda del aguacate, pero sí el guacamole), el uso de las especias (no es lo mismo una cazuela de gambas al ajillo sin más que con una guindilla o unas natillas con o sin canela) o las mezclas para que unos sabores se complementen o disimulen con otros (desde las espinacas a la crema a la pizza).
Jugar con los sentidos a la hora de comer es una forma de hacer que esa necesidad vital se convierta en un placer. Que no significa ponerte ciego cada vez que te sientas a la mesa. El filósofo griego Epicuro de Samos era un maestro en el arte de buscar el placer. Solía decir que la comida es una muy buena fuente de placer, siempre que se coma con mesura. Por el contrario, advertía que una comilona excesiva solo lograría lo opuesto al placer: un buen dolor de barriga. El documental Super Size me, del cineasta Morgan Spurloc, demuestra las devastadoras consecuencias de que se nos vaya la mano con una comida placentera, pero poco recomendable para diario, como la de McDonald’s.