Es un hecho que cada vez leemos menos. Atrapados en una especie de día de la marmota recurrimos a la evasión constante que nos proporciona la imagen en movimiento, la última novedad en la plataforma de streaming, un tiktok antes de dormir y luego otro y otro y otro hasta que el móvil se nos cae en la cara. Ya no contamos ovejitas para dormirnos, sino tiktoks que han sido elegidos y editados por otros, que llevan aparejada una música épica o triste para hacerte "sentir" lo que quieran que sientas, que aceleran el tiempo, convierten todo en un hito, en un momento estimulante, en lo mejor, lo más indignante, lo más hermoso, lo más triste o lo más sorprendente. Todo a la velocidad de la luz, olvidamos lo que hemos visto, hasta lo que hemos compartido: ¿qué serie estaba viendo el lunes? No sabemos quién compartió el qué, no podemos buscar aquello que nos llamó la atención pero que al dejarlo para después lo perdemos en el río de las historias.
Las redes sociales te obligan a la imagen. No podemos narrar nada sin imágenes. Compartimos el mismo día las caras de asesinos, cenas, bombardeos, compras, horizontes, manifestaciones, limpiezas de dientes, fiestas, la muerte de un abuelo, libros, películas, bodas. Las redes premian, además, tu cara, la imagen en movimiento, premian los vídeos cortos, con la música que "acaba de salir", imágenes que nos hacen sentir que no somos nosotros, que estamos muy lejos de nuestras cuatro paredes y nuestros cien problemas.
Este exceso de imágenes nos impide el acto de la lectura que requiere una actitud activa ante lo que se hace: leer no es solo recibir cosas, también hay que dar, hay que poner de tu parte. Para leer (bien), hay que vaciarse de uno mismo, dejar que otro penetre en tus pensamientos, hacerle hueco a alguien que no eres tú, dejarse invadir, pero no de una manera pasiva, sino que hay que hacer un esfuerzo por imaginar.
A menudo, sucedía que al leerte un libro y ver su adaptación al audiovisual, decíamos "no me lo había imaginado así". Este proceso de imaginarte el mundo de otra manera, cada vez se produce menos y, por lo tanto, cada vez nos cuesta más imaginar otras posibilidades. Nos encerramos en lo que nos dicen que tenemos que pensar, en que las cosas "son así", en que es imposible salir de según qué dinámicas, en que está todo perdido o todo ganado. La imagen te da "el mundo hecho", hace el trabajo sucio de la imaginación, te deja sin poder aportar nada más tuyo que la "simple opinión" sobre la imagen. Me gusta, no me gusta, me ofende, me da asco, me importa. La palabra es distinta, porque con la palabra caben distintos significados, cabe la posibilidad de interpretar, hay un diálogo, no solo un vómito.
Se lee como se habla, y como cada vez leemos menos, cada vez conversamos menos. Sí, abrimos la boca, emitimos sonidos, pero a menudo son para salpicar al otro de nuestros malestares, para usarle como un contenedor de mierda, como un depósito del exceso de mí mismo que me supera. No hablamos para escuchar a los demás, para aprender, para procurar la intimidad.
Tal vez deberíamos practicar más la conversación y la lectura, esos lugares en los que tienes que quedarte en silencio, en los que tienes que prestar atención, en los que has de hacer el esfuerzo creativo por poner de tu parte y dejarte atravesar.
Un mundo así, un mundo mejor, un mundo sin tanta imagen para los dos.