Habitamos un mundo preocupado por saberlo todo, porque el otro esté no ya disponible cons-tantemente, sino que comparta lo que piensa, lo que siente, aunque no lo sepa, exigiéndole que ponga un tuit sobre la actualidad, que tenga una opinión perfectamente formada sobre cual-quier tema.

Escribe Jean-Michel Oughourlian que «la clave del amor reside también en el reconoci-miento del misterio del otro, comprendiendo que jamás podré poseer a aquel que amo, cir-cunscribirle y definirle, encerrarle en una identidad o en una nominación definitiva. Compren-der que me escapará siempre, y que es esta libertad lo que hay que preservar, sin buscar coac-cionarla, porque nos permite mantener el amor, que se alimenta de este misterio, de su reco-nocimiento común y reiterado».

En este sentido, nuestra necesidad de certeza en un mundo que se va, en un mundo incierto, nos hace dinamitar el misterio en favor de la seguridad. Necesitamos una promesa imposible de cumplir: que me querrás siempre, que no desearás a nadie más, que estarás en la salud y en la enfermedad. Hacemos que los demás nos prometan que no cambiarán y que además siempre sabremos quiénes son. Nadie sabe quién es, ni siquiera podríamos llegar a intuirlo, porque la identidad, eso que llamamos «yo», está construido por muchas cosas que desconocemos y que jamás llegaremos a conocer. Intentar iluminar al otro no es sino una forma de apresarle, una cárcel que viene a decir que quien te conoce ha de mantenerse igual por ti y si no lo hace ten-dremos el derecho de recriminarle que ya no es «el mismo».

Frente a este mundo perfectamente cerrado, dividido en buenos y malos, unos y otros, existe un mundo que no cabe dentro de ninguna categoría, que permite que los demás puedan contrade-cirse, que puedan ser más allá de los límites impuestos por nuestras expectativas o afectos.

El misterio, defenderlo, supone traer al otro al presente, liberarlo de nuestra memoria y de la proyección, supone, además, aceptar la sombra, dejar de mirarle de manera constante e insi-diosa, supone la oportunidad de poder estar con los demás sin que nos calmen o tranquilicen para confirmar la estabilidad de las cosas. El misterio, el derecho a no saber, es una forma de preservar también todo lo que queda fuera de las garras de la ciencia, de los tuits, de la actuali-dad, de los cálculos, del lenguaje incluso.

Eso que, por insondable, mantiene viva la llama de nuestra oscura humanidad.