Nos robaron la posibilidad de llevar nuestro juguete favorito al colegio.
Porque eso es “de niñas” o eso “no es de niños”.
Nos crearon malestar por no hacer cosas de niños.
Por no jugar al fútbol y preferir leer.
Por saltar a la comba en vez de correr.
Por tener más amigas que amigos.
No nos permitieron vivir nuestros primeros amores de manera visible.
Secuestraron el que nos fueran a buscar a la puerta del instituto.
Los besos en el parque a plena luz del día.
Las manos cogidas.
Lo llenaron todo de una amenaza velada.
De un miedo prematuro.
Que no se enteren, que no lo vean.
No sea.
Nos dijeron que iríamos al Infierno.
Que nos quedaríamos solos.
Que no merecíamos el amor.
Que podríamos curarnos.
Que jamás seríamos una familia.
Que éramos unos depravados.
Que estábamos enfermos.
Nos hicieron responsables de una enfermedad.
Nos culparon por morirnos.
Nos prohibieron buscar nuestros afectos como hacían los demás.
Hablar de lo que sentíamos sin que se nos juzgara.
Sin juzgarnos a nosotros mismos.
Nos relegaron a los armarios.
Al ostracismo.
A la diáspora.
A la oscuridad.
Nos llamaron monstruos para alejar la monstruosidad.
Y ahora dicen que “eso” lo hagan en sus casas, que hay niños, que no le interesa a nadie.
No, mi ciela, no.
Nos interesa a nosotr*s porque son nuestras existencias.
Y porque a pesar de todo, a pesar de todos.
Aunque no hayan querido que estemos.
Aquí estamos.
Siempre hemos estado.
En las plazas, en los ayuntamientos, en las naves espaciales y en el mar.
Recuperando el tiempo perdido.
Cobrándonos todo lo robado.
Con el orgullo, la alegría, el placer y la vida.
Bien arriba.