Recuerdo aquel programa presentado por Constantino Romero "El Tiempo es oro" en el que la persona que concursaba después de responder a unas preguntas sobre cultura general tenía que resolver en tres minutos, con dos amistades y una enciclopedia, la pregunta final. A mi yo niño de ocho años aquella búsqueda en la enciclopedia azul y marrón en tan poco tiempo le parecía toda una hazaña porque había que abrir diferentes tomos y relacionar lo que ibas leyendo como pistas, en un proceso, hasta llegar a la meta.
Hoy, tres minutos son una eternidad, un eón para el ChatGPT que en un pestañeo de un gorrión es capaz no solo de responder a la pregunta final del programa, sino además relacionártelo con el concepto de Habermas. El proceso no existe. Hoy el tiempo ha sufrido una aceleración vertiginosa, no solo porque nos hemos hecho mayores y esto ha hecho que tengamos que reconstruir nuestro pasado usando la memoria de una forma cronológica y ordenada (ficcionada al fin y al cabo), sino porque el mismo día una hora sin mirar el móvil es muchísimo tiempo y, en cambio, una hora para acabar de contestar los correos pendientes no es nada. Dos horas en TikTok son un segundo, un segundo sin internet, un año. Así, nuestra sensación sobre el tiempo, fluctúa y se hace más grande o más pequeña en función de cómo lo pensemos. Decimos: ya es Navidad otra vez, madre mía, pero también todavía es martes, se me está haciendo larguísima la semana.
Esta nueva percepción (de la que no podemos escapar) influye de manera directa en nuestras relaciones. Si el tiempo se ha acelerado tanto, entonces es imposible que habitemos el mismo espacio, porque ya nunca estamos aquí, porque escuchamos a una amiga hablar de sus malestares y dolores en un audio de WhatsApp a doble velocidad para "no perder el tiempo" porque tengo "muchas cosas que hacer". De hecho, mandamos audios porque no tenemos tiempo para escribir. No tenemos tiempo para quedar, para vernos, a ver si nos vemos, pero ese "a ver" sabemos que probablemente pasen meses y no nos veamos, porque además "el otro" se convierte en un incordio, en un problema entre "yo" y mis "deseos", entre el trabajo y el rato que "tengo para mí" sin que me moleste nadie más. Así cancelamos planes en el último momento con excusas ridículas porque no queremos donar el poco tiempo que nos queda libre y también usamos de manera exprés al otro: alguien para soltarle mi mierda media hora antes de ir a entrenar, alguien con quien poder tener un encuentro sexual antes de que empiece de nuevo la semana y me sienta completamente disociado y solo, alguien que no sea un problema, que bastante tengo yo con lo mío, que no exija, que tampoco reclame, alguien para esto en concreto, que no se salga de ahí, un ibuprofeno que me quite el dolor y a por otra cosa. No sabemos lo que sentimos porque no tenemos tiempo para nombrarlo y compartirlo y eso es tiempo de mala calidad.
Por supuesto que el tiempo es oro, es de un valor incalculable porque es lo único que tenemos que no es infinito, porque cada día más es un día menos, por eso tendríamos que estar disputándole al capitalismo, al sistema, al trabajo, a la manera de relacionarnos, de consumir y consumirnos, nuestro tiempo. Nos jugamos mucho. De hecho, la vida.