Hilda Farfante tenía cinco años cuando su madre Balbina fue detenida en la puerta del colegio del que era directora.
Su delito: ser maestra durante la República.
Cuando Ceferino, el padre de Balbina, se enteró de la detención de su mujer fue a buscarla, pero ya la habían matado.
Habían atravesado su cuerpo, ese con el que él había dormido, al que había abrazado, ese que había llevado dentro a Balbina y a sus dos hermanas, del que se había enamorado, ese que se había encargado de enseñar libertad a los niños y niñas de un pueblo de Asturias, hasta dejarlo limpio de existencia.
La tiraron a una cuneta.
Aplicando para ello la misma fuerza y el mismo tiempo que se utiliza para rodar un mueble de sitio.
Ceferino, que también era maestro, fue fusilado esa misma noche.
Las balas se alojaron en la misma carne que había ayudado a sus hijas a ponerse de pie cuando empezaron a andar, esa carne que había conseguido hacer pensar a otros dentro de un aula, la que había conseguido sobreponerse a la enfermedad y el miedo y las dudas, esa que había permanecido a pesar de todo.
Lo tiraron a un barranco.
Con el mismo gesto con el que se cogen las crías a una gata recién parida y se meten en una bolsa que se golpea sobre una piedra hasta que ya no se oye nada.
Cefererino y Balbina sobrevivieron a la guerra civil pero no a la réplica violenta que se sucedió una vez finalizada y que acabó con la vida de miles de personas.
Aquellas que fueron represaliadas fuera de la trinchera.
Personas desaparecidas forzosamente que dejaron un hueco inmenso en este país.
Un hueco del que no se habla.
Para ver si así se olvida.
Hilda creció sin poder preguntarle a su padre lo que sintió la primera vez que vio a su madre.
Sin que pudiera compartir la alegría del primer beso.
Sin poder presentarles a su mejor amiga.
Sin tener un espacio en ellos para llorar cuando el mundo le dolió.
Sin saber si ese deje o este carácter venían de algún lado.
Hilda creció con una raíz de plástico a la que sigue una flor de plástico en un nicho vacío.
Desollado el origen.
Haciendo de tripas, corazón.
Probablemente Hilda no sepa usar el Google Maps.
Está a punto de cumplir noventa años.
Pero sabe más o menos dónde pueden estar los restos de su padre y de su madre.
Y no puede esperar más para saber porque el tiempo pasa y pasa y las personas se van.
Lo único que pide es poder encontrarlos antes de marcharse.
La memoria de este país no es un capricho ni un antojo.
No es cosa de «viejos» ni de «busca huesos».
No es algo que ya pasó y que no hay que remover.
La memoria es algo que incumbe al presente.
Porque sin memoria no hay futuro posible.
Y si lo hay es un futuro de mierda.
Porque la memoria es la capacidad que tiene el ser humano de transitar con dignidad los lugares habitados.
Proporcionar esa dignidad es responsabilidad de todos y todas.
Por Hilda, por sus hermanas, por Balbina y Ceferino.
Por todos esos nombres anónimos a los que otros dejaron sin la posibilidad de ser.
A los que hicieron perderse la vida.
La única que tenían.
La memoria no se puede aplazar.
Es algo que urge.
Algo que hay convertir en actualidad.
Algo que hay que mostrar en color y no en blanco y negro.
Algo del aquí.
Hilda tiene derecho a encontrar los restos de su padre y de su madre.
Esto no es opinable ni debatible.
Es un derecho que le pertenece como le pertenece un dedo meñique o la lengua o los ojos.
El derecho a colocarse frente a lo que contuvo aquello que la cuidó para decir:
Papá, mamá, viví.
Y os he echado tanto de menos.