Resulta que "de vida alegre" funciona como un insulto, como una forma de escupirle a alguien en la cara sus ganas de vivir, su manera de hacerlo o el placer que obtiene de ello. No hay mayor forma de controlar a la gente que a través de la culpa y, culpa es lo que sentimos la mayoría de las personas, sobre todo, después de disfrutar de la vida.
Hay una especie de contención impuesta, de "todo no puede ser esto", de necesitar reconducirnos a un lugar, una rutina de sufrimiento que nos recuerde "lo que vale un peine". No, la vida no puede ser siempre alegre; tiene que tener esfuerzo, constancia, dolor, sacrificio, tesón y trabajo. El ocio se configura de esta manera como un premio de consolación a lo que la vida "de verdad" es.
Pienso a menudo en la alegría, en esa reivindicación de la belleza de estar en el mundo, no como en un estallido, sino como un pulso, como un modo de vida, como una apuesta. La alegría no es lo contrario a la tristeza, que es inevitable, qué duda cabe, para mí la alegría es un posicionamiento político, es una decisión sobre qué hacemos con lo que tenemos, con lo que nos queda, con lo que hicieron de nosotros, con la existencia.
La alegría es una postura que implica hacer las cosas más sencillas, porque las cosas ya están llenas de muerte, de desapariciones, de frustraciones y miedos; las cosas ya están llenas de incertidumbres y de abismos y de decepciones y de ay, no lo entiendo y de separaciones, las cosas ya se van a poner feas de por sí como para que no hagamos el esfuerzo colectivo por defender la belleza, lo bonito, a pesar de todo.
Este no es un compromiso cursi, sino una invitación a sembrar colectivamente esas flores que no nos salvarán de nada, obvio, pero que harán de nuestra espera, un lugar mejor.