El cantante Blancodestrozó esta semana el escenario en el que estaba cantando en San Remo.
Al parecer tuvo un problema con el sonido y no se escuchaba bien.
Decidió entonces dejar de cantar y mientras los compañeros tocaban sus instrumentos, romper todo lo que estaba a su alcance.
Decidió la violencia.
La violencia es el lenguaje que aprenden los hombres para llegar a ser hombres.
Un lenguaje permitido.
El de la demostración de la fuerza.
El de la ostentación de la potencia frente la impotencia.
Con la potencia se intenta tapar la humillación que supone mostrar la vulnerabilidad.
Sí, Blanco, cualquier cantante, es vulnerable porque depende de los técnicos para poder cantar.
No puede hacerlo solo.
Y cuando eso falla.
Porque las cosas fallan.
Él intenta hacer ver que no necesita a nadie.
Porque tiene la fuerza.
Porque puede vencer.
Sí, pegar una patada es vivir en una guerra.
Es una amenaza a la realidad.
Un aviso que dice cuidado porque me perteneces.
Me pertenecen las flores que hay en el escenario.
Me pertenece el decorado.
El mundo es mío.
Es mío y por tanto puedo acabar con ello.
Blanco podría haber elegido hacer otra cosa.
Hay cosas que no se pueden elegir, pero esta sí.
Podría haberse ido.
Podría haber pedido volver a actuar cuando se hubiera arreglado el fallo.
Podría haber parado la música y haber explicado lo que pasaba.
Pero no.
Blanco aparece como un hombre que hace ejercicio de su libertad, que es tan libre como para hacer algo inesperado encima de un escenario, pero no es verdad.
Fue preso de su masculinidad.
De esa imposición que tiene que ver con huir del ridículo.
De eso que tiene que ver con no saber qué hacer con las manos mientras todo el mundo te esté mirando.
Y, entonces, pegar un puñetazo.
Pada no desaparecer.