Vamos posponiendo todo.
Ahora no sé cómo me encuentro.
Ya cuando llegue el fin de semana lo pensaré.
Tengo que acabar esto, hacer lo otro.
Postergamos las emociones.
Las dejamos amontonarse en un rincón de nuestro cuerpo.
Esperando ser atendidas.
Pero poco a poco nos van desbordando.
Cómo no van a hacerlo.
Y de pronto un día el corazón late más rápido.
Nos cuesta respirar.
Sentimos vértigo o miedo o una tristeza en los párpados difícil de quitar.
¿Por qué?
Si yo estoy “bien”, no me ha pasado “nada”.
Pero claro que te ha pasado.
Lo que sucede es que no te estabas prestando atención.
Pero quién puede culparnos.
Si vivimos en un sistema que se dedica a secuestrar nuestro tiempo.
Y nos da dinero a cambio.
Dinero para comprar cosas que no podremos disfrutar porque no tenemos tiempo pero que calmaran esa ansiedad.
Tiempo que no nos devuelve nunca nadie.
Tiempo que los demás se empeñan en endeudar.
Un favor, un mensaje el día de descanso, un mail de trabajo a las once de la noche.
Siempre disponibles bajo la amenaza de que si no contestamos.
Desapareces.
Se olvidarán de ti.
El tiempo es la única cosa que no regresa.
El tiempo siempre es ahora.
Es lo más valioso.
Por eso tenemos que defenderlo, tenemos que ponerlo en valor.
Luchar contra un sistema que nos quiere sin tiempo para que no sintamos.
Para que no pensemos.
Para que enfermemos de vacío.
Luchar para que todas las vidas sean dignas de ser vividas.
Porque en ellas hay tiempo que hace posible un espacio.
Vidas en las que no tengas que dejarte la propia vida para vivirla.
Vidas en las que podamos profundizar, dudar y contemplarnos.
Porque si no tenemos tiempo para vernos.
Entonces es que ya somos fantasmas.
Y estamos muertos.