Empieza el encierro, los toros avanzan. El primer protagonista ha sido un toro, que se ha escapado de la manada y ha dejado un reguero de corredores por los suelos.
Que se lo pregunten a Goyito, un corredor, que ha pasado de la cara de agobio a la de pánico en dos centésimas de segundo. Es lo que tiene sentarse en el morro de un toro.
Pero la definición visual de la palabra caos ocurre en ocho segundos, lo analizamos por partes:
Dos que huyen del toro se chocan con uno que se cruza. Todos al suelo. De este momento, se saca la lección uno: hay que correr todos en la misma dirección. Justo después, la manada llega arrollando y acaban todos arrastrándose: corredores y animales. Así que lección dos: en el encierro nunca sabes lo que va a pasar, incluso puedes acabar abrazado a los bajos de un toro.
Pero el gran misterio del día llega con una gorra. ¿De quién es?, ¿cómo ha llegado ahí?, y sobre todo, ¿por qué desaparece de repente?
Pero mirando desde otro ángulo aparece su dueño, que la pierde en la caída. Corredores y toros pasan por encima de ella, la cámara se mueve vuelve a desaparecer hasta que aparece otra vez, su dueño la recoge a la velocidad del rayo y se la pone.
Debe de tenerla un cariño infinito porque en mitad de una orgía de fieras descontroladas, él sólo piensa en recuperarla, que lo consigue en centésimas de segundo antes de que pase la manada. Eso es amor.
Eran conocidos como los 'caras rotas'
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Los conocidos como 'caras rotas' eran despreciados por la sociedad, como cuenta Lindsey Fitzharris en El reconstructor de caras. Solo algunos, gracias al cirujano Harold Gillies, vivieron una segunda oportunidad.