Lo conocí en uno de los pasillos estrechos que conectaban la redacción de La Sexta con la de Público, en el Edificio Casino de Sevilla. Era una oficina mediana, en la que convivíamos muchos periodistas, operadores y técnicos. Llamaba la atención porque siempre que lo veía a lo lejos no paraba de sonreír. El pelo rubio y los ojos cristalinos, parecía más alemán de Hamburgo que español de Lora del Río. Y aquel día templado de marzo de 2010, lo que empezó en el pasillo siguió en el parking esperando a la grúa, porque mi coche había sufrido el asalto de unos vándalos. Esa pequeña desgracia nos terminó llevando a un japonés de la calle Salado para alargar la cena con helado de té verde. No lo había probado nunca, pero le gustó tanto que repitió tres veces.
Empezamos a trabajar juntos en coberturas y ya destacaba como energista futbolero (operador a pie de campo). Descubrimos sin saberlo a un auténtico especialista. Su criterio periodístico era superlativo. Fino, elegante y creativo. Donde estaban las grandes historias del fútbol, siempre estaba él. Recuerdo un Sevilla-Valencia en el que grabó dos puñetazos de Gary Medel a Parejo que nadie vio. Ni siquiera la realización multicámara. O un Sevilla-Granada, con un inconmensurable plano del portero Roberto rezando de rodillas y mirando al cielo en un descuento agónico que acabó regalando una permanencia. Desde Madrid, los compañeros que recogían ese material le cogieron rápidamente la matrícula. ¿Quién es este cámara tan bueno?, me preguntaban. Pues ese cámara era Juan Manuel Linares Vega, ante todo, mi gran amigo.
En el periodismo de delegaciones se hace mucha calle y mucho coche. Con tantas horas, forjamos una amistad indisoluble que solía acabar tarde en nuestra “sede” de calle Salado. En una de esas, y tras un doloroso desamor al que acudí al rescate en el baño de un aeropuerto, me dijo que se iba a Nueva York. Había grabado con Ferrán Adriá un documental de cocina Nikkei y estaba invitado a la presentación en un rascacielos de Manhattan. Se fue… para volver. Pero volvió enamorado. No tuvo que contármelo porque cuando bajó del avión ya lo vi en su cara. Sabía perfectamente que terminaría yéndose. Él también lo sabía, pero le costaba decírmelo. Hasta que llegó el día. Otra vez en el japonés de Salado. Y otra vez, llegando al helado de té verde: “Amigo, creo que es momento de irme”. No fue un ataque de insensatez. Nos dimos un abrazo, se escaparon algunas lágrimas y bajamos al río sin hablar demasiado. No sabíamos si gritar de felicidad o llorar de emoción.
La cosa fue tan rápido que malvendió su recién comprado Renault Megane por 6000 euros y, con ese dinero, corrió a los brazos Krystle al otro lado del atlántico. Juanma vio proyecto y felicidad en ella. Y no se equivocó. El principio fue duro, con trámites interminables que hacían más difícil el proceso de adaptación. Hasta que empezó a trabajar y ya no paró. Todos le querían: Megavisión, Univisión, productoras. El alemán de Lora del Río también había conquistado América, que era lo que todos sabíamos que iba a pasar. Su crecimiento era imparable. Hablábamos una y otra vez. Desde cualquier sitio. A cualquier hora. Recuerdo sus paneos favoritos sobre la arena de Miami Beach.
Vino a casarse a Sevilla y me pidió que diese un discurso en su boda, que recuerdo como una de las más maravillosas de siempre. Conté el momento en el que, disfrutando del helado de té verde en el japo de Salado, me dijo adiós: “¿Qué tendrá ella que no tenga yo?”, intenté explicar con el brazo de la novia echado por encima. Y todos empezamos a reír.
En la boda, como en los momentos importantes de su vida, estaban sus amigos. Porque Juanma tenía muchos y muy buenos. Los de Lora del Río especialmente te lo hacían pasar en grande a su lado. Cada una de sus visitas se convertía en un acontecimiento. Con el nacimiento de sus hijas Luna y Stella, Juanma iba añadiendo trozos de vida, piezas de un puzzle de distintos colores y formas. Solo tenía una astilla clavada en el corazón. Perdió a su padre por culpa de un infarto cuando transitaba entre la adolescencia y la madurez. Apenas hablaba de eso, pero cuando lo hacía, temía que le ocurriera lo mismo. Ese vacío que dejó en su hogar le aterraba.
Hace pocos meses, en una de las suyas, hizo viral un vídeo de "clases de Betis". Su despliegue de genialidad le convirtió sin esperarlo en el bético del momento. Le llamé y, como era costumbre, le restaba importancia. "Naaa, unos planillos", decía. Salió en todas las televisiones de España. Se iba convirtiendo en aquello que admiraba, un ser mágico que desafiaba al tiempo, y al espacio. El mismo que le había hecho viajar a través de una pirueta artística a un rascacielos de Manhattan. Tenía una determinación: no volver nunca con las manos vacías. La aventura se hacía cada vez más apasionante. Dos días antes de que se le parase el corazón, lo llamé para compartir con él la alegría del nuevo embarazo de Krystle. Estaba haciendo deporte en un parque de Florida. Era como uno de esos paisajes brillantes que se ven a través de la ventana. Supongo que fue una señal. Recordaré siempre el último plano de esa conversación: la tarde cayendo, el pelo rubio, los ojos cristalinos y la misma sonrisa que vi diez años atrás al fondo del pasillo de la redacción. Lo que ocurrió después fue la vida, tan cruel e injusta con los hombres buenos. Tuvimos días de esperanza, con corazones entregando su alma y empujando para que todo quedará en un susto, pero el destino parecía escrito. Se había repetido la tragedia de su padre, dejando unos hijos pequeños, huérfanos y una familia sin consuelo. Entre escalofríos, fui a Lora del Río a llorar con sus amigos y abrazar a esa madre muerta en vida. "¿Por qué no fue a mí? ¿Por qué no fue a mí?", repetía. Ellos se habían juntado la noche anterior para honrar su memoria. Me contaban que en la terraza, entre el silencio, pasó una estrella fugaz cerca y de un tamaño desproporcionado, dejando una estela amarilla que atravesaba la oscuridad. Seguramente, era él, despidiéndose a lo grande, con su luz habitual. La sombra inmensa. Se ha ido un ser brillante, cargado de magia y distinto. Y nuestros helados de té verde nunca volverán.
Descansa para siempre, Juan Manuel Linares Vega. Mi amor es eterno.