11 de septiembre de 1973. Santiago de Chile. Los aviones del ejército chileno bombardeaban el palacio presidencial, con Salvador Allende dentro. Los militares de Pinochet hacían saltar por los aires la democracia. En las calles de Santiago, los tanques empezaban la salvaje represión del golpe de estado.
Erika Araya Ardiles tenía 17 años y aún puede sentir el pánico de esos momentos: "Escuchamos disparos toda la noche y cómo sacaban camiones con gente muerta. Nosotros, en nuestra casa dormimos con los colchones en el suelo".
Por entonces, Erika era estudiante y su amigo Marcos Suzarte, tesorero de las juventudes comunistas de Chile. Llegaron a España en 1980, exiliados de su país.
50 años años después, ella le muestra restos recogidos por su marido en la residencia presidencial. Con total discreción, los tomó dos días después del alzamiento militar, un trozo de madera de un arco interior del Palacio y trozos de hormigón de las paredes de La Moneda.
Ambos amigos escucharon las últimas palabras de Allende: "Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo". Y quedaron en shock al conocer que el presidente, que había sido elegido democráticamente por los chilenos, había sacrificado su vida. Erika rememora que "emocionalmente, la muerte de Allende fue como si se hubiera muerto un padre".
El biógrafo de Allende, Mario Amorós, destaca el papel de Estados Unidos a la hora de dejar caer al Gobierno chileno. La clave está en un mundo políticamente dividido entre Occidente y la Unión Soviética. Grandes potencias con influencia directa en el resto de países: "Si la experiencia chilena tenía éxito, el temor a que fuese replicado en países claves en el tablero de la Guerra Fría, era un peligro enorme para EE. UU."
El mismo día del golpe a Allende, a Marcos Suzarte lo detuvieron y lo llevaron preso. Pasó varias semanas en el Estadio de Chile, reconvertido en una macrocárcel: "Fue un circo de terror. Un campo de concentración. Muy violento para todos los que pasamos por el estadio de Chile". Allí coincidió con un Víctor Jara plenamente consciente de que lo iban a matar.
El cantautor le aconsejaba no acercarse a él para evitar un destino tan trágico: "De la noche a la mañana pasé a ser un tipo perseguido. Sin poder ejercer mi derecho. Ni siquiera a hablar porque podían pegarme un puñetazo".
Suzarte recobró su libertad gracias a una carambola del destino. Estando preso, el general Bonilla, ministro del Interior de Pinochet, acudió con una comitiva de la ONU al Estadio Nacional. Con el objetivo de blanquear la imagen brutal e inhumana del régimen, ordenó la liberación de varios reclusos, previo interrogatorio. Marcos se encontraba entre ellos. Días después, la policía acudía a su domicilio para detenerle de nuevo pero se había quedado a dormir en la casa de sus padres y esquivó volver entre rejas. También fueron a buscarlo, sin éxito, a su trabajo en uno de los bancos de Santiago.
Abandonó la capital durante las Navidades y a su regreso, comenzó el proceso para salir de Chile a través de la Embajada de Bulgaria. En julio de 1974 despegaba de su tierra con un grupo de compañeros del Partido Comunista. Terminó instalándose en Budapest, en Hungría. Donde realizaba tareas de integración con la juventud en el exilio hasta que en 1980 aterrizó en España con un encargo. La publicación de la revista 'Araucaria de Chile', reflejo de los representantes de la cultura forzados a marcharse de Chile para salvar sus vidas.
Cristina Carreño, prima de Erika y militante comunista, fue asesinada tras seis meses de torturas inhumanas. Fue una de las 40.000 víctimas directas de la dictadura chilena. 3.000 se correspondían con muertes o desapariciones.
De gira por Europa para dar a conocer la cruda realidad en Chile en 1978, acabó en Budapest, junto a Marcos Suzarte. No podía volver de regreso directamente a Chile y por ello voló a Uruguay y Argentina. Después de un intento fallido de lograr protección en ACNUR, fue detenida y trasladada al penal Olimpo.
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Pinochet extendía sus tentáculos en la dictadura vecina del General Videla. Cristina Carreño fue la primera víctima de la Operación Cóndor, se supo 28 años después, cuando sus huesos aparecieron en una fosa común. El análisis de ADN confirmaba su identidad u por fin podía volver a su Chile querido y ser despedida con honores por su familia, amigos, compañeros comunistas e incluso la expresidenta Michele Bachelet.