El proceso está considerado como irreversible por el consenso político, después de que el 52 por ciento de los británicos votasen a favor de abandonar la Unión Europea. Solo los liberal-demócratas plantean una segunda consulta, pero su actual marginalidad en el arco parlamentario reduce a la mínima expresión su capacidad de situar su apuesta en la agenda institucional.
En consecuencia, el reparto de poderes que deje determinará la forma y el fondo de un divorcio al que Reino Unido concurre con todos los enigmas por despejar. Conservadores y laboristas han evitado aclarar cómo controlarán la inmigración, uno de los factores que decantó el plebiscito, a pesar de su compartida vocación por reducir el volumen de extranjeros en el país, o cómo gestionarán la factura del divorcio, cuya cuantía ha sido estimada entre 60.000 y 100.000 millones de euros.
Las únicas divergencias prácticas radican en torno a la posibilidad de abandonar sin acuerdo, un escenario que los conservadores no descartan si la oferta de sus futuros exsocios no les convence y el hecho de que los laboristas garantizarían unilateralmente los derechos de los más de tres millones de ciudadanos comunitarios en suelo británico.
Theresa May, por el contrario, la considera una de las bazas para la negociación, sobre todo porque quiere asegurar correlación para los británicos repartidos por el continente, si bien ambas fuerzas coinciden en sus declaraciones de buena voluntad para acabar con el limbo legal en que actualmente se encuentran cuatro millones de europeos.
La indeterminación no es gratuita y frente a un bloque que lleva preparándose oficiosamente desde que quedó claro que perdería a uno de sus miembros clave, en Reino Unido queda todo por hacer, a pesar de que Bruselas quiere iniciar las negociaciones la semana del 19 de junio, transcurridos apenas once días de los comicios. Los socios comunitarios han hecho los deberes y, pese a formar parte de un club conocido por sus divergencias, han logrado crear un frente de unidad ante el divorcio británico.
Al norte del Canal de la Mancha, por el contrario, todo son interrogantes, más allá de la voluntad expresada por Theresa May de abandonar el mercado común, la unión aduanera y la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Justicia. La resolución del estatus de los ciudadanos, la respuesta a la nueva frontera con Irlanda y, sobre todo, la factura de la salida serán los primeros desafíos y solo una vez zanjados se podrá comenzar a hablar del nuevo encaje comercial.
No en vano, la Unión Europea no solo no ve complementario analizarlo en paralelo al divorcio, sino que considera que son procesos sucesivos: únicamente cuando la salida haya quedado zanjada, podrán sentarse a hablar de cómo articular las futuras relaciones con el mercado único. En consecuencia, más allá de las disparidades entre los intereses británicos y los de los Veintisiete en su conjunto y la agenda doméstica de cada estado miembro, el proceso surge con una profunda desavenencia metodológica.