El presente de Jawad y su hermano pasa por cavar tumbas. Son dos niños sirios que tienen trabajo como sepultureros y contemplan sin asombro su enésimo entierro. "No me da miedo trabajar aquí porque están muertos", cuenta Jawad.
En sus ocho años, no ha visto la paz, y tal vez por eso lo lleva mejor que su hermano Yazan, de 15. "Lo más duro es ver los cuerpos en el suelo, las caras de los inocentes muertos. Ver a un hombre descuartizado en pedazos cargados en sacos", explica Yazan.
Pero no es ni de lejos lo peor. Yazan y Jawad huyeron de su hogar tras ver la barbarie de ISIS: "Mataban gente, cortaban las cabezas de las mujeres y las colgaban en las rotondas".
Ambos se han salvado, pero no han podido eludir a la muerte: su condena es presenciarla día a día mientras su infancia es sepultada. "Deseo tener juguetes y un balón con el que jugar", cuenta Jawad.
El pequeño nunca ha pisado una escuela. Su hermano, que la tuvo abandonar por la guerra, anhela cambiar el pico y la pala por un lápiz y un cuaderno. "Ojalá mi padre pudiese conseguir el dinero para poder ir al colegio", pide Yazan.
Como ellos, más de dos millones de niños sirios están fuera de la escuela. Son las cicatrices emocionales y físicas de los pequeños que han sobrevido una guerra que no cesa.