Un equipo acompaña a Maria Shtern en el viaje en el que cada mañana, en vez de huir de la línea del frente en el este de Ucrania, como la mayoría, va directamente hacia a ella. La joven de 21 años se ha echado encima una misión peligrosa y necesaria: llevar medicinas y comida a esos pueblos ya medio desiertos, sin suministros ni tiendas, desde donde se escuchan a las claras las bombas y a los que, si nadie lo impide, están a punto de llegar los soldados rusos.
En una pequeña habitación van almacenando la ayuda humanitaria para después repartirlos a los pocos vecinos que quedan. En esta labor, Maria también se la juega y por eso su mochila es propia de una guerra con lo necesario para practicar un torniquete, como aprendió a hacer en un curso de dos semanas. También lleva a cuestas material de primeros auxilios, un spray de pimienta para defenderse.
Sabe bien lo que necesita porque lleva cinco años de voluntaria en esta zona donde la guerra lleva ocho enquistada y ahora se ha puesto al rojo vivo. Un lugar que hace no mucho fue destino de vacaciones para los ucranianos y que hoy tiene las tablas de surf abandonadas y las cabañas vacías.
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Pese a lo complicado de la situación, Maria no piensa marcharse para seguir ocupándose de esos civiles olvidados.