Son las 16:50 del 17 de agosto de 2017 y una furgoneta blanca irrumpe en el paseo peatonal de la Rambla. Accede desde la Plaza de Cataluña, recorre algo más de 500 metros sembrando el terror hasta que se para en el mosaico de Joan Miró, a la altura del Gran Teatro del Liceu.
Entonces, los Mossos dan el aviso: el autor es un individuo de 1,70, con una camisa blanca con rayas azules y ha dejado unos 20 heridos de gravedad. La gente corre despavorida, se refugia en los comercios cercanos mientras la Policía acordona la zona cero.
Siguen instrucciones concretas y se confirma la peor de las sospechas, es un atentado. La imagen es dantesca, 13 muertos, entre ellos dos niños de tres y siete años, y 130 heridos.
Tras esta masacre, el conductor de la furgoneta, Younes Abouyaaqoub, cruza la ciudad a pie, apuñada a un hombre de 35 años y le roba el coche para abandonar Barcelona arrollando también a un mosso de esquadra.
Pero la matanza no acaba aquí, ocho horas después del atropello masivo, en Cambrils, a más de 120 kilómetros, cinco terroristas embisten a todos los peatones con los que se cruzan por el Paseo Marítimo, incluso se llevan por delante un control policial.
Un grupo de agentes consigue neutralizar el ataque a tiros. Es, entonces, cuando los terroristas salen del coche, armados con cuchillos y con cinturones explosivos, que resultan ser falsos. Un solo agente de los Mossos logra abatir a cuatro de ellos y el quinto recorre 500 metros más hasta que lo frenan también a tiros.
Tres días después la Policía localiza al último terrorista huido. El asesino de las ramblas muere abatido, poniendo fin a días de pánico y terror en Cataluña.