Se apagan las luces de las fiestas de toda la vida y se encienden las de las fiestas clandestinas. No son lugares a los que se llegue por las vías 'oficiales'. No hay anuncios en redes sociales, simplemente un WhatsApp en el que se detallan todas las condiciones para entrar.
Una invitación que llega por el boca a boca de conocidos. Este es el mensaje de una de esas fiestas: 'Fiesta para 100 personas a 35 minutos de Barcelona. La ubicación la enviaremos el viernes a la noche por cuestiones de seguridad. Habrá bus para 55 personas que saldrán desde el centro'.
Los organizadores eligen lugares alejados e incluso villas de lujo con piscinas para evitar denuncias de vecinos. Un organizador de fiestas COVID nos reconoce que suelen hacerse los sábados, aunque con la vigilancia de la Policía se ven obligados a cambiar de lugar constantemente.
Ubicaciones secretas con las que consiguen evitar sanciones. Las entradas se pagan en efectivo o a través de Bizum, todo siguiendo unas instrucciones concretas: “Entramos en un cuarto y era una antesala, dentro estaba el bar. Nos dan unas instrucciones diciéndonos que eran 20 euros la entrada”.
Dentro, música a todo volumen y camareros poniendo copas. Cuando llega la Policía, la fiesta acaba... hasta que se va. Entonces, la música vuelve a sonar. Una impunidad que rompe los ojos ante la exposición en redes, la denuncia de los vecinos y de los hosteleros.
La Policía refuerza los dispositivos, pero las fiestas ilegales proliferan y las mascarillas y la distancia de seguridad brillan por su ausencia.