Uno de ellos fue Salvador Allende, del que querían verificar que se había suicidado acorralado cuando los golpistas penetraron en la Casa de la Moneda.
Algo parecido ocurrió con Pablo Neruda, del que se decía que lo habían asesinado y sí, veneno encontraron en su cuerpo. Las mismas sospechas sacaron a Arafat de su tumba para comprobar que tenía en su cuerpo ocho veces más radioactividad de lo normal.
Al Che Guevara lo rescataron de su fosa común en Bolivia para concluir que murió por disparos y darle una sepultura histórica en esa Cuba que sí le aclamó.
Otras veces, la exhumación es más prosaica. A Ruiz Mateos, su aspirante a hija, finalmente confirmada, logró que le sacaran pese a la oposición de su estirpe al completo. Lo mismo pasó con el cantante Yves Montand o con Perón.
Otras veces, los huesos del personaje se los diputan como una reliquia. A Cristobal Colón lo han tenido durante siglos de un lado para otro de ese Atlántico que cruzó al menos oficialmente antes que nadie.
Menos caso le hicieron a Oscar Wilde. Al poeta lo enterraron de mala manera en el hotel donde murió sin pagar. Y allí seguiría si una seguidora no le hubiera dado en un cementerio mítico de París esa tumba que tuvieron que proteger con una mampara de vidrio de tanto beso. Un amor popular que le habría dejado, seguramente, perplejo.