La pandemia del coronavirus, una tragedia global, se convirtió en el escenario perfecto para lo que ahora conocemos como la 'Operación Delorme': más de 25.000 contratos de emergencia adjudicados directamente y sin concurso público, abriendo la puerta a una ola de presuntos aprovechamientos. La necesidad de equipamiento sanitario urgente, como mascarillas, geles hidroalcohólicos y respiradores, se transformó en el talón de Aquiles de la administración, permitiendo que el proceso de adjudicación se simplificara hasta el extremo de poder cerrarse en una simple conversación.
La estructura detrás de estos contratos emergentes se sostiene en un marco legal diseñado para situaciones catastróficas, donde la rapidez es crucial. Sin embargo, la sombra de la duda se cierne sobre la efectividad de los controles implementados. Equipos de técnicos y funcionarios, respaldados por cargos superiores y, en ocasiones, por el Consejo de Gobierno, eran los encargados de gestionar estas adquisiciones de emergencia. Aunque la intención era responder con agilidad a la crisis, la pregunta persiste.
La implicación de intermediarios en estos contratos añade otra capa de complejidad al asunto. Aunque oficialmente los costes adicionales debían ser absorbidos por las empresas, la realidad es que la línea entre lo público y lo privado se desdibujó en numerosas ocasiones. Este proceso, lejos de ser una excepción, se convirtió en la norma durante los momentos más álgidos de la pandemia, con más de 6.400 millones de euros en juego y la eficiencia como justificación para la falta de licitación pública.
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El caso de Luceño y Medina, acusados de estafar varios millones de euros al Ayuntamiento de Madrid mediante la venta de material sanitario defectuoso es solo la punta del iceberg en la 'Operación Delorme'. Este escándalo, lejos de ser un hecho aislado, evidencia un sistema de adjudicaciones que, bajo el pretexto de la urgencia, pudo haber sacrificado la legalidad y la ética.