Has leído bien. Fue María Isabel de Braganza, la esposa de Fernando VII, quien le aconsejó que expusiera las fantásticas obras que poseía la Corona en un museo visitable. El edificio Villanueva, que había sido proyectado a las afueras de Madrid para albergar un museo de historia, fue el elegido. Allí se colgaron 311 obras, entre ellas 'Las Meninas' de Velázquez o algunos lienzos de Francisco de Goya que, por cierto, aún vivía, aunque lejos de allí, al otro lado del Manzanares, en lo que entonces era el municipio de Carabanchel Alto; en una finca que acababa de comprar llamada 'La Quinta del Sordo', cuyas paredes sirvieron años después de lienzo para las famosas pinturas negras.
Unos dibujos que, con el tiempo, sufrieron una técnica de arranque, llamado strappo, mediante la cual las pinturas, a las que se les cubre con un fijador natural del color, son pasadas a una tela impregnada de cola que las arranca de la piedra. De ese modo, las pinturas negras se pudieron trasladar, de las paredes de un edificio que amenazaba ruina, a unos lienzos que ahora descansan (y cerramos el círculo) en el Museo del Prado.
Cómo ver el museo en tan solo tres horas
Desde aquel noviembre de 1819, el Museo del Prado no ha hecho otra cosa más que crecer. En dos siglos de historia se ha convertido en un punto de referencia mundial en el arte. La pinacoteca que más obras posee de maestros como Rubens, Velázquez, Goya y El Bosco en todo el mundo. Un lugar de peregrinación que ha sido protagonista de infinidad de catálogos, revisiones, estudios, monografías e incluso novelas.
Eugenio D’Ors, por ejemplo, nos enseñó cómo se podía sacar el máximo partido a un edificio inabarcable en un pequeño paseo. En su libro 'Tres horas en el Museo del Prado. Itinerario estético' (Ediciones españolas, 1922) desarrolla la que podría ser la primera guía de viajeros impacientes del museo, sin dejar de criticar el inminente estrés turístico que soportaba el Prado ya en 1922. Porque su obra no solo es una ayuda para moverse entre las obras de arte, sino también para saber mirarlas, para disfrutarlas al máximo, y por eso señala un lugar de paso obligado en el devenir de los visitantes: las obras de Francisco de Goya, de nuevo, que como él apunta, "es -no puede desconocerse- lo que todavía buscan con preferencia los visitantes del Museo del Prado; especialmente los extranjeros".
La historia del robo de 'El Quitasol' de Goya
Uno de ellos, uno de esos visitantes extranjeros aparentemente anónimos pero eminentemente ilustres, fue testigo de uno de los momentos más increíbles ocurridos en los 200 años de historia de este museo mundialmente conocido. Su nombre es Geronimo Stilton. Y lo más sorprendente de él no es que se trate de un ratón periodista, sino que, a pesar de su aspecto serio y aburrido, su vida está tan repleta de aventuras que no parece tener un momento de respiro.
Más de 70 casos resueltos, sin contar con sus paseos por la historia, sus aventuras en la prehistoria, los cuentos de miedo, los viajes interestelares, las recreaciones de novelas populares, sus paseos por hechos históricos y los libros especiales en los que viaja en el tiempo o al Reino de la Fantasía a visitar hadas, unicornios y todo tipo de criaturas increíbles. El último de ellos, La isla de los Dragones del Reino de la Fantasía - Geronimo Stilton (Destino infantil y juvenil, 2019) le ha llevado incluso a conocer a cinco de los dragones más puros del lugar.
Y sin embargo, la aventura que le sucedió en el Museo del Prado ocurrió sin que nadie la viera venir. Mientras paseaba por sus salas junto a sus sobrinos y su amigo el detective Metomentodo, admirando las grandes obras allí expuestas, la luz se apagó y al volver segundos después la claridad, 'El quitasol' de Goya, una de las obras más delicadas del maestro de Fuendetodos, había desaparecido.
Por supuesto, el cuadro apareció días después, gracias a la inestimable ayuda de Stilton y sus amigos. Y, por supuesto también, el robo sólo sucedió en las páginas de 'Geronimo Stilton. Enigma en el Prado' (Destino infantil y juvenil, 2017), pero es otro buen ejemplo de cómo el museo ha sido capaz de colarse en todos los estratos sociales y ha pasado a formar parte del paisaje de una ciudad que lo adora como si fuera uno de sus más ilustres ciudadanos.