En Madrid hay bastante ruido, demasiados coches y la frecuencia media del metro dista mucho de la deseada. Ahora, imaginen todo eso con la Cumbre de la OTAN. Cisco asegurado. Y, sin embargo, hay algo en el madrileño -nacido o acogido- que nos hace estar orgullosos de esta mala calidad del aire, estas obras que no parecen tener fin, este asfalto que abrasa, esta 'terrazocracia' reciente que amenaza con convertirse en eterna.
Y también hay en el madrileño una especie de resignación cristiana con todo esto, como si fuera el peaje que hay que pagar por intentar ser feliz en este sitio. Como si compensara por el premio recibido.
Desde este lunes, hay calles por las que no se puede pasar, vallas de más, un nuevo ruido en forma de silbatos de los agentes de movilidad; también, el de los helicópteros que sobrevuelan la ciudad, las órdenes de la Policía Nacional. Pero también hay un poco lo de siempre, que estos días se mezcla con lo excepcional.
Esta mañana de martes, un señor cantaba 'Hallelujah' de Leonard Cohen en uno de los pasillos de la línea 6 de Metro ante la indiferencia de casi todos los viajeros. Minutos después, otro señor miraba con enorme curiosidad la portada de la revista 'Pronto' en un quiosco cercano a la estación de Cercanías de Nuevos Ministerios.
Su mente estaba mucho más cerca del disgusto que tiene Ortega Cano con su hija y su mujer que de los viajeros que se bajaban obedientes del autobús de la EMT número 126. Como lo estaban los turistas que bajaban el Paseo de la Castellana ajenos por completo a los problemas de movilidad de la zona, porque nadie les había impedido hacer sus compras en la tienda del Museo del Real Madrid. Y los padres con niños pequeños de la mano a los que ya se les están haciendo largas las vacaciones escolares.
Los taxistas de la parada que hay a la altura del número 81 de Castellana indicaban a los conductores las posibilidades que había en un paseo que esta mañana tenía los carriles centrales completamente vacíos. También a esa altura, con un busto de Jaume Plensa presidiendo la entrada a un edificio de oficinas, un par de adolescentes con mochila y actitud de piscina conversaban animados, y un veinteañero con mochila y traje con pantalón pesquero revisaba su teléfono móvil y se entregaba al sol de mediodía.
"Aquí, como en todo, trabajarán tres o cuatro y el resto se dedicará a comer y a beber". Fueron las palabras esbozadas por un cuarentón a su amigo tras el paso de una de esas comitivas que todos miramos con atención por el despliegue, aunque nunca sepamos quién va dentro de los coches.
Y una mañana más estaban las señoras desahogadas a las que parece darles todo exactamente igual porque caminan en procesión a ese que consideran su paraíso laico y que responde al nombre de El Corte Inglés. Es una España que no debe morir nunca porque, mientras el personal está de los nervios por llegar tarde al trabajo o tener que irse hasta Ifema, ellas discuten en la entrada de la calle Orense sobre la falta de profesionalidad de una de las empleadas de la tienda, que no le sacó la prenda que buscaba. O caminan por parejas a ritmo marianorajoyesco diciendo que hace años, cuando iban a clases al Museo del Prado, podían aparcar por la zona, y ahora "eso es impensable". Por tanto, les compensa ir andando. Y están las empleadas del hogar vigilando que los hijos de los empleadores no se dejen los incisivos en la zona de columpios a la altura del hotel AC Aitana.
Y está uno de mis animales de asfalto favorito. Ese tipo de señor que, con auriculares en las orejas, da vueltas como una peonza mientras habla a voces. Parece enfadado y no lo está. Parece que acaban de darle un disgusto tremendo y no es así. Parece querer acabar con la flacidez de sus brazos de tanto que los mueve y tampoco es esa la causa de su actitud. Es ese tipo de madrileño- nacido o acogido- que está deseando ser escuchado y dejarte clara su masculinidad a base de voces. Menos mal que me he vuelto al Metro. Hallelujah.