Nadie, salvo los muy cafeteros, sabía quién era Adriana Cerezo Iglesias hasta hace unas horas. Y de repente, pum. Subidón y victoria. Y empezamos a tener datos sobre ella. Adriana, 17 años, la más joven de la delegación española en los Juegos Olímpicos de Tokio. ¿Cerezo, Cabrero, Valero, cómo decías que se apellida?
Y el sábado, mientras muchos disfrutaban de la playa y la piscina y otros comíamos con los suegros, ella se jugaba la primera medalla olímpica. Miradas de reojo al móvil mientras llegaba el segundo plato. "Ayyyy, qué pena, que no ha conseguido el oro", se escuchó en la mesa. Pero qué alegría, qué jabata, orgullo máximo, qué todo. Por cierto, una cosa: ¿desde cuándo nos ha importado tanto el taekwondo?
La última vez que alguien habló de ese deporte en mi entorno yo era una criaja con el entrecejo sin depilar y los dientes por alinear. Supe del nombre de Coral Bistuer porque su padre, Guillermo, era conocido/amigo de mi padre. Nos hacía mucha ilusión en casa que Coral y mi hermana hubieran hecho algunas cosas juntas. Conversar un poco, supongo, cuando nuestros padres se juntaban para tomar algo. Luego supe que se casó con un guardaespaldas del PP y salió en el ¡Hola! "Es muy simpática", decía siempre mi padre cada vez que la veía. Hasta ahí mi conocimiento de tan noble disciplina deportiva.
Adriana tiene esa normalidad de las personas que no tienen community manager ni anda pendiente de patrocinios y argumentarios para hablar. Tiene la cara fina y la sonrisa de quien disfruta con lo suyo. Entrena en San Sebastián de los Reyes. 'Sanse', como pone su escuela en sus redes sociales. En su bio, indica que tiene una beca que le hace un poco más fácil compaginarlo todo.
La beca con la que sueñan muchos deportistas como ella, de los que solo nos acordamos cada tanto, cuando un campeonato lo suficientemente importante nos los coloca en el radar. También si hacen una declaración rimbombante que pueda prestarse a fueguecito del día. Una bravuconada, una provocación, un video viral… las cursiladas de estos tiempos de tostas de aguacate en Instagram y aspavientos en Twitter.
Decir 'Sanse' implica alguna que otra cosa. Por ejemplo, ese deje periférico que tiene Adriana al hablar y que identificamos cualquiera de los que nos hemos criado en el extrarradio. Decir que es una persona normal implica que, una vez ganada la medalla y tras haber pedido perdón por no morder oro (hija de mi vida), afirme que entre sus planes más inmediatos está visitar el parque Warner con unas amigas.
¿Por qué? Porque sí. Porque lo había prometido. Porque le da la gana. Porque se llama Adriana, ha sacado notaza en Selectividad y le apetece ponerse una gorra del demonio de Tasmania mientras grita en una curva de la montaña rusa.
Los Juegos Olímpicos son esa cita cada cuatro años en la que se reúne gente tan extraordinaria como vulgar. Extraordinaria por pasarse cuatro años entrenando para ser elegidos en cada convocatoria, pasear con un uniforme el día de la inauguración y jugártela en cuestión de minutos. Vulgar porque desconocemos a la mayoría de participantes, que pasan el resto del año echándole horas y ganas a un deporte al que hasta ayer ni sabíamos pronunciar ni pensábamos que era olímpico. Vulgar porque volverán de Tokio, con o sin medalla, y seguirán a lo suyo. Peleando para continuar con una beca y seguir con sus vidas hasta que llegue la próxima.
En París 2024 Adriana Cerezo Iglesias tendrá 21 años. La niña que se aficionó al taekwondo viendo las películas de Bruce Lee con su abuelo, estará estudiando Criminología. Vive ahora en esa burbuja efímera de fama y entrevistas con los focos puestos en ella y en su extraordinaria hazaña. Ha prometido que en la capital francesa sonará el himno español. Ojalá repita el mismo plan con sus amigas nada más volver.