La muerte de un papa, como acontecimiento global, provoca un movimiento hagiográfico de mayores dimensiones que la que suele producirse en los textos laudatorios de otras muertes célebres que tienden a sobrevalorar los méritos frente a los defectos de una vida. Es normal, es una pulsión anclada en el pensamiento cristiano el de exonerar cualquier pecado vital una vez llega la muerte para centrarse solo en aquello que hizo bien, exagerándolo hasta la náusea mientras se corre un tupido velo sobre todo lo censurable.
Los católicos se ofenden porque el mundo laico opina sobre cómo se organizan en la Iglesia cuando ellos no hacen otra cosa que querer influir en el mundo civil. Si se pegan por el hecho de oficiar misas tridentinas de espaldas a sus fieles es su problema, pero si quieren hacer lobby para imponer sus ideas retrógradas o se atreven a dictar doctrina sobre el matrimonio homosexual o la moral pública todos tenemos derecho a expresar lo que pensamos de sus líderes.
Benedicto XVI fue un integrista católico, esto no quiere decir que todo lo que hizo fuera malo en su papel como papa, pero del mismo modo que lo bueno no lo convierte en santo, aunque lo hagan súbito nada más morirse, lo que no puede hacerse es ocultar su lado ultra como si fuera solo una invención anticatólica. El papel del integrismo católico, del que Joseph Ratzinger fue principal impulsor con su moral sexual restrictiva e intransigente y la depuración de los miembros de la doctrina de la teología de la liberación o de aquellos que osaron no seguir los postulados de la congregación para la doctrina de la fe, ha sido importante en la construcción de las bases fundamentales teóricas e ideológicas de los movimientos de extrema derecha en Europa. Su legado nos ha afectado a todos.
Viktor Orban en Hungría, Ley y Justicia en Polonia, VOX en España, Marion Maréchal Le Pen en Francia, la secta republicana de Trump o Ron de Santis en EEUU tienen como elementos troncales de sus programas políticos antidemocráticos la doctrina que Benedicto XVI y sus acólitos han impulsado desde las más altas instituciones de la Iglesia. El mensaje integrista cristiano tiene mucho predicamento en la ideología que más daño está haciendo a las democracias y los colectivos vulnerables a lo largo de todo el mundo. Las palabras tienen efecto sobre los hechos y la doctrina eclesial predicada por Ratzinger durante su vida pública ha tenido la capacidad de influir de manera profunda a través de estas formaciones ultras en las vidas de muchas personas, sin importar si eran católicas, protestantes, laicas, agnósticas o musulmanas. Su discurso trasciende a sus feligreses y ha provocado mucho dolor allá donde ha tenido capacidad de hacerse carne.
El aliento de Joseph Ratzinger para destruir la convivencia entre iguales en Europa es un hecho, pero para evidenciarlo no es necesario que desde la izquierda se ponga en valor la figura del papa Francisco. Ni papa facha ni papa progre. La institución de la Iglesia será siempre contraria a los postulados de justicia social, igualdad y progreso que defiende la izquierda. Por muy avanzado que sea para la doctrina católica, el Papa Francisco nunca puede ser un referente que valorar porque su pensamiento siempre será reaccionario en un marco ideológico tan restrictivo como es el que tiene que ceñirse a la doctrina católica. No cabe duda de que entre ambos papados siempre será preferible el de Francisco porque no ha sido promotor de un mensaje integrista que haya servido de vehículo para los discursos de intolerancia y odio que han aflorado por toda Europa, pero la izquierda tiene que ser más ambiciosa, no conformarse con un papa que respeta la diversidad. Los mínimos en derechos humanos no pueden ser nuestro marco de referencia.