En Laetitia o el fin de los hombres, también de Anagrama, el historiador Iván Jablonka narra un crimen que conmocionó Francia y en sus primeras páginas hace una reflexión que considero vital para acercarse a cualquier crimen, evento o suceso. Sobre el poder del asesino sobre su víctima, Jablonka elabora un argumento que es irrefutable y demoledor. No hay crimen que no valore al asesino a expensas de la víctima, el asesino tiene capacidad para narrar, aunque sea con su violencia, y tiene la capacidad para elaborar el destino y el recuerdo de quien asesina. Dice Jablonka que el asesino está ahí para burlarse, pavonearse o arrepentirse, pero la víctima tiene que ser narrada por otras porque su voz ha sido silenciada por el criminal. Eso ocurre en el caso de José Bretón con sus hijos, pero no con Ruth Ortiz, que sí tiene capacidad para expresarse y narrarse, y sin ese punto de vista no solo no hay posibilidad de conocer la mente del criminal, sino que cualquier acercamiento será vano, irresponsable y poco riguroso. Ese es el mayor problema de El odio de Luisgé Martín, pero todo autor tiene derecho a expresarse y equivocarse. Y Luisgé Martín se equivoca mucho en su obra.

El momento más revelador de todo el libro es un entrecomillado del criminal en el que dice que no era nadie en la calle y quería mandar en casa. Ese ha sido el mayor handicap del autor. Con las declaraciones trufadas a lo largo del libro se puede desencriptar que es la fortaleza de Ruth Ortiz lo que explica la mente criminal de José Bretón. Es un hombre pusilánime con una mujer fuerte que siempre toma las decisiones mejor para ella, por eso el cobarde de Bretón ni siquiera se atreve a ir contra su mujer si no es a través de sus hijos. La única manera de conocer la verdadera mente del asesino es haber indagado sobre sus víctimas y poner en primer plano su vida, su personalidad y su humanidad, porque eso es lo que quieren destruir. Su incapacidad para controlarlas en vida hace que convirtiéndolas en víctimas siempre estén presentes a través de su dolor.

Ya he dicho, y no voy a ahondar en ello de nuevo, que la censura previa no está justificada ni aunque lo pida la víctima. De hecho, es preceptivo preservar al colectivo de las decisiones de una víctima que siempre son emocionales y mediadas por un lógico dolor que no puede formar parte del ordenamiento colectivo. Debe escucharse, pero no ser un mandato. El odio, de Luisgé Martín, no tenía que haberse publicado, no todavía, no como lo ha hecho, pero porque es un libro incompleto, fallido, que ni siquiera logra lo que el autor se había planteado en sus primeras páginas. El autor, el editor y quienes leyeron el borrador, que fueron muchos, debieron prever que una obra con un contenido tan delicado solo puede salir estando perfectamente cerrado y limpio. Y este texto no lo está. Es un error editorial. De forma y de fondo.

El autor asegura que no quiso hablar con Ruth Ortiz porque no quería que esa percepción se inmiscuyera en la indagación sobre el mal absoluto que representa José Bretón. El problema es que no consigue hacerlo ni transmitirlo, no más allá de lo execrable ya conocido del criminal. No tengo ningún problema en el enfoque que el autor decida, porque la literatura está para transitar esos lugares que la moral y la ética considera intransitables. Pero al menos necesita ser efectivo en su cometido y este libro no lo consigue. Si no fuera por la polémica sería un texto intrascendente que no aporta nada de lo ya conocido ni es capaz de aportar alguna clave sobre la mente del criminal.

El libro en ocasiones adquiere tintes frívolos que sobran en un libro de esta temática. Los pasajes donde explica que su familia le compra calcetines, o sobre todo, en mi parecer, el inicio del libro donde el autor explica que hace un listado de la gente que ha conocido en su vida y que hubiera merecido morir creando una escala de bondad-maldad medida en un baremo que va de Nelson Mandela a Adolf Hitler. Eso sí. No creo justo que se haya considerado que el libro es un vehículo de José Bretón hacia la revictimización de Ruth Ortiz. No he encontrado eso en el libro en ningún pasaje, a no ser que creamos que el simple hecho de hablar del crimen lo es. Si es así no lo es más que cualquier documental, noticia o artículo que lo haga en cualquier forma. No dudo que esa hubiera sido la intencionalidad de José Bretón cuando se muestra entusiasmado con la posibilidad, pero el autor no le da esa oportunidad en el libro.

Uno de los momentos más evidentes donde se ve la intención del autor en no dejar que José Bretón pervierta la verdad de los hechos es cuando, en la entrevista final, el criminal insiste en que mató a los niños solo porque no quería que se fueran con la familia de su mujer con la que tenía una pésima relación. En ese momento, cuando el criminal quiere eludir la violencia vicaria del crimen, que asesinó a sus hijos para provocarle el mayor dolor posible a su mujer, el autor le confronta y le dice que no. Que los mató para hacer daño a su mujer. Y el criminal reacciona como es, dejando su máscara apartada y enfadándose con el autor.

El principal problema del libro es que no consigue ninguno de sus objetivos habiendo renunciado a lo más importante, que es poner en el lugar que se merecen a las víctimas del criminal; si ese ejercicio arriesgado hubiera logrado una creación literaria de altura y efectiva, habría podido tener sentido. Pero su elección fue arriesgada y fracasó en el intento. Y sin embargo, un libro mediocre, que no consigue alcanzar ni de lejos la intención del autor de emular a Emmanuel Carrére, tiene que poder ser publicado, y que después cada persona que se considere afectada exija la reparación que considere por la vía judicial si cree que se vulneran algunos derechos. No creo que este libro cometa ninguna ilegalidad, solo es un mal libro con unas pretensiones demasiada elevadas que no pasan de ser un ejercicio de ego mal ejecutado.