Un hombre se quema a lo bonzo frente a la comisaría de un remoto pueblo de Túnez en diciembre de 2010. Meses después, tres presidentes árabes –el tunecino Ben Ali, el libio Gadafi y el egipcio Mubarak– fueron derrocados por la presión popular. La decisión de un policía tunecino fue la chispa que prendió la hoguera que devoró a los tres sátrapas citados y que desencadenó la revolución que ha pasado a la historia como la primavera árabe. El agente intervino la mercancía de un vendedor ambulante, Mohamed Bouazizi, que decidió quemarse a lo bonzo en señal de protesta. La decisión de un policía y la desesperación de un hombre fueron el combustible que necesitaban para avivarse las brasas que llevaban décadas encendidas, aunque latentes, en todo el mundo árabe. Una sola chispa acabó con tres presidentes. Una sola chispa basta, a veces, para cambiar el mundo y su historia. La decisión del rey Jorge III de Inglaterra de subir los impuestos a las colonias norteamericanas fue la que prendió la llama revolucionaria que desembocó en la independencia de Estados Unidos.
Los chispazos, las decisiones que se toman en un instante, cambian algunas vidas y arruinan muchas otras. Uno lleva ya tiempo suficiente hablando y escribiendo de crímenes como para saber que solo unos pocos de ellos se cometen tras una cuidada planificación. En casi todos ellos, entre la decisión y el acto homicida apenas median unos segundos.
En las manifestaciones tras el encarcelamiento de Pablo Hasél, ha habido quienes han buscado esa chispa que cambiase la historia. La buscaron los asaltantes de la comisaría de Vic, defendida por apenas una decena de mossos, que pese a que estuvieron a punto de ver cómo su sede era tomada al asalto, no usaron sus armas y resistieron en su particular Fort Apache. Pero, sobre todo, la buscaron los anarquistas que prendieron en Barcelona una furgoneta de la Guardia Urbana. El agente que estaba dentro se limitó a salir del vehículo por la puerta contraria, sin echar mano a la cintura, agarrar su pistola y usarla contra quienes querían matarlo, tal y como dice el auto del juez que mandó a prisión a los detenidos en esa protesta. ¿Imaginan cómo estaríamos ahora si el guardia urbano hubiese tomado una mala decisión y hubiese repelido legítimamente el ataque? ¿Imaginan qué pasaría si los radicales tuviesen a estas horas su Carlo Giuliani, el manifestante muerto en Génova en 2001 por disparos de la policía?
Los Mossos d’Esquadra han mostrado una enorme entereza y profesionalidad en estos días. Tanto la BRIMO –los antidisturbios, con los que algunos partidos quieren mercadear en sus pactos de gobierno–, como los agentes de información –que se cobraron piezas de caza mayor con la detención de los anarquistas italianos y franceses–. Y todo ello con la presión añadida que les llega desde quienes los mandan o aspiran a mandarlos, que están muy lejos de darles el apoyo que se precisa cuando se trabaja en la calle en esas circunstancias, un apoyo que no debe tener fisuras y que no está exento de fiscalizar las malas praxis. Pero esos que se la juegan en la calle, los que deben tomar decisiones en segundos críticos, no merecen unos mandos políticos que parecen esperar la chispa que ayude a sus intereses. Si alimentas a la bestia, esta siempre acaba devorándote.