Generoso bigote y eterno cigarrillo negro en la boca. Eran sus señas de identidad, su marca. Eso y que era listo como los ratones colorados. Detrás de los gruesos cristales de sus gafas había unos ojos siempre vigilantes, atentos a cualquier detalle que al común de los mortales se nos escapaba. Paulino Rodríguez Vázquez era esa clase de policía que entraba en un bar treinta segundos y era capaz de memorizar la ropa de cada uno de los parroquianos y sus características físicas. Era uno de esos maderos dotados de un olfato que ninguna tecnología ni ningún protocolo pueden replicar.
Estrenó su placa de inspector a finales de los años setenta en la comisaría de Chamartín, entonces el mayor distrito policial de Madrid. En aquellas dependencias de la calle Cartagena conocí a Paulino y a un puñado de policías que con los años hicieron historia en el cuerpo: Bodegas, Polo, Toro, Michel, Moronta… Aquel grupo de judicial de Chamartín tenía talento y arrestos para hacer frente a atracadores –la aristocracia de la delincuencia juvenil madrileña, con El Jaro a la cabeza, se movía por ese barrio–, asesinos y hasta para asumir la investigación del millonario robo del furgón del Dioni. Y les sobraba tiempo para cerrar después unos cuantos bares de la zona y comentar las jugadas del día con veteranos –y algún novel, como yo– reporteros de sucesos que sabían dónde encontrarlos y a los que deslizaban la foto del malo, la de las armas incautadas o les revelaban una información con la que dar color a la crónica del día siguiente.
Paulino cambió el distrito de Chamartín por La Pringue, la Brigada de Policía Judicial de Madrid, por aquel entonces la mejor factoría de investigación criminal de España. El joven inspector fue destinado a la sección dedicada a perseguir el tráfico de heroína, que por aquel entonces estaba en manos de turcos e iraníes y empezaba a tener devastadoras consecuencias entre los jóvenes de la época. Desde sus dependencias de la Puerta del Sol, Paulino y sus compañeros mantenían una guerra a muerte con los narcos que inundaban de heroína marrón los poblados y las calles de la ciudad. Eran años salvajes, también para La Pringue, que se cobró piezas de caza mayor, como el iraní Mohmed Zolfagari o los turcos Isamil Kizmaz y su jefe, el Escobar de la heroína, el mismísimo Urfi Cetinkaya. Peces gordos de un negocio que no paraba de crecer y de matar.
Paulino y sus compañeros pasaban horas muertas vigilando y escuchando las viejas cintas magnetofónicas en una época sin balizas, cámaras, ni telefonía móvil. Mucho tiempo en la calle, temple de acero y buenos confidentes eran el secreto del éxito, que llevó a unos cuantos de aquellos tipos y tipas duros –recuerdo a la inigualable Pepa– hasta la Brigada Central de Estupefacientes, por entonces –principios de los años noventa– en plena expansión tras el éxito de la Operación Nécora.
Paulino acabó dirigiendo un grupo en la Sección III, la dedicada a las drogas de síntesis, algo de lo que se empezaba a hablar. Su grupo, en el que nunca faltaron Eloy y Chema, coronó varias operaciones exitosas: miles de pastillas fuera del mercado y traficantes internacionales como Oded Tuito –el mayor importador de éxtasis a Estados Unidos– cayeron gracias a la receta del ya veterano inspector: mucha calle y los mejores informadores, capaces de colarse en la boda de un capo turco y pasarle el listado de los asistentes al evento.
En sus últimos días como policía en activo seguía siendo el madero listo como el hambre que conocí, pero el desencanto y el hartazgo le fueron carcomiendo. Se sentía un policía de otra época y seguramente lo era. Pasó a segunda actividad y montó una pequeña empresa, en la que siguió hasta su jubilación definitiva, hace unos pocos años. Desde entonces tenía más tiempo para viajar a su amado Orense y ocuparse de su madre, su mujer, sus tres hijos y sus tres nietos. El pasado mes de agosto, Paulino Rodríguez Vázquez murió. No sé si alguien le habrá contado a sus hijos y a sus nietos que, durante muchos años, aparte de detener a centenares de narcos y retirar del mercado centenares de kilos de droga, Paulino tuvo tiempo de ayudar a un reportero que creció gracias a la amistad que él y unos cuantos como él le brindaron a cambio de nada. Por eso estaré siempre en deuda con ellos.