Vivimos tiempos de farsa y pandereta; tiempos donde el discurso dominante adopta la apariencia que más le conviene. El caso Errejón es el ejemplo. Hemos visto las imágenes de su declaración ante el juez, una puesta en escena donde él mismo ha confesado que su pensamiento discursivo no se corresponde con su discurso expresivo, ya que, en la vida real, en el día a día, la gente "no habla con consignas". Es decir, que lo de "solo sí es sí" pierde las tildes y se convierte en un condicional; no sé si me explico, pero el caso Errejón tiene su miga y su corteza.

Corren tiempos difíciles para la libertad de expresión; tiempos de puritanismo made in USA trasladado a un país, el nuestro, que lo mezcla con el arquetipo nacional católico de la nueva política, que es la misma de siempre pero con lifting o como se escriba eso. Las arengas de una falsa izquierda se han convertido en directrices a seguir por todas aquellas personas sin criterio que sufren la carencia de cultura política, confundiendo así izquierda y derecha, arriba y abajo, lo legítimo con lo ilegítimo, lo puro con el sucedáneo. Sumo y sigo, mientras leo un ensayo que acaba de ser publicado en estos días.

Se titula Bufones (Ariel) y viene firmado por Iñaki Domínguez, macarrólogo de oficio y antropólogo de carrera, un tipo peculiar del que ya he hablado en alguna ocasión. En este nuevo ensayo, Iñaki pega un repaso a la historia del bufón, una figura que el sistema asume o subsume, por decirlo en plan marxista, y que sirve de contrapeso para posicionar la denuncia a ese mismo sistema. Porque la función social del bufón es señalar con humor y descaro los defectos y excesos del poder. La figura permitida de los bufones me traslada hasta el carnaval de Cádiz, donde, una vez al año, el pueblo se burla de sus amos.

En estos días, la gente se prepara para el acontecimiento que llena de disfraces y de coplas la antigua ciudad portuaria que brilla al sol como una "tacita de plata". Cádiz es el carnaval y la chirigota, el discurso legítimo que se disfraza de incorrección política para denunciar con guasa y pitorreo los excesos de un sistema que permite la doble moral y la doble contabilidad. Las comparsas, picaditas con la sal del salero gaditano, sirven para arrojar esas verdades incómodas que, de otro modo, no llegarían tan lejos. El arte no es otra cosa que la habilidad para expresar lo real con recursos estéticos y, en ese sentido, las gentes de Cádiz nos llevan años de adelanto. Nadie mejor para denunciar con chufla los excesos de una casta de señoritos con coche oficial y aires de grandeza.

Son cosas que me vienen a la cabeza leyendo el último libro de Iñaki Domínguez, donde denuncia la disposición ética de indiferencia de este capitalismo tardío que fomenta la atomización del ser humano y convierte la vida en un sálvese quien pueda. El egoísmo, y todos los ismos que de él derivan, desde el nihilismo al totalitarismo, han de ser señalados con arte. Y para ello hay que contar con la risa, que sigue siendo la mejor arma en estos tiempos tan serios, donde hasta la farsa es prudente y las panderetas tocan a muerto.