Lavapiés ha sido lugar de encrucijadas y manolería; un barrio de arrabales, márgenes e incertidumbre, de cuando Madrid aún era un poblachón manchego al que se llegaba desde otros pueblos a buscarse la vida.
Ahora forma parte del corazón gentrificado del viejo Madrid, una patata turística que ha levantado en armas al vecindario. Porque la vivienda es un derecho, no una mercancía. Pero este Gobierno, como cualquiera de los anteriores, ha sido incapaz de intervenir en beneficio del pueblo, en todo caso lo ha hecho en beneficio de los intereses de un capitalismo cada vez más arraigado en las instituciones. Ya sabemos que la mano invisible que regula el mercado masturba a los ricos y el Gobierno hace de mirón.
Con todo yo no vine aquí a hablar de Adam Smith y de su onanismo, sino de un libro; una novela escrita en clave galdosiana por el zamorano José Ángel Barrueco, vecino de Lavapiés, que vive el día a día -noche tras noche- de sus calles y gentes. Se titula Los violentos (Bunkerbooks) y uno de sus protagonistas ve claves secretas, hilos invisibles que cosen intrigas y conjuras contra la humanidad; razones oscuras siempre a la sombra de corporaciones secretas que ahogan con sus manos invisibles a las clases más desfavorecidas.
A mí me pasa lo mismo pero al revés, quiero decir, que yo veo claves secretas tejidas desde la sombra por personas de carne y hueso de lo más vulgar, me refiero a fulanos con nombre y apellido que se dedican a especular con derechos, convirtiéndolos en mercancías. La última noticia es que se "estudia" cambiar la ley para que las comunidades de vecinos puedan vetar los pisos turísticos. Pero qué ideas de casquero son esas. Si la gente está encantada de poder sacarle un dinero a su choza, por favor, si los vecinos están de acuerdo en hacer de su barrio una mina de oro, por favor.
Otra cosa son los inquilinos alquilados, pero estos pintan poco en las comunidades de vecinos, siendo los propietarios los que manejan el asunto. Y no existe propietario que no aproveche el tirón para poner su vivienda al servicio de la gentrificación de un barrio que fue arrabal de hoguera y miseria como Lavapiés en los tiempos en que Valle-Inclán se quedó manco.
La consigna, para esta gente que aprovecha la coyuntura y especula, es algo así como... "y si yo no lo hago, otro lo va a hacer". De esta manera tan chusca le sacan un dinerito a su piso, garaje o local comercial. Así, y como quien no quiere la cosa, donde antes había una peluquería, ahora hay unos apartamentos en plan zulo y el guiri de turno tan contento, pues puede pasar la noche entre vómitos de sangría y música de castañuelas en su boca a un precio very well.
José Ángel Barrueco, que vive todo esto en primera persona y toma apuntes, arranca su novela cuando la huelga de limpieza sumergió el barrio en un auténtico basurero, un terreno de epidemias donde las ratas se apareaban a la vista del vecindario. Los detritos que se descomponían al calor de las calles sólo respetaron una cosa: la mano invisible que aprovechó la fetidez y la podredumbre para desalojar a los vecinos más proclives a la caída y así seguir especulando. Porca miseria.
De seguir así, lo único que nos va a quedar va a ser la literatura. Por eso mismo celebro esta novela de Barrueco; una historia de voces que se cruzan en el laberinto de un barrio en descomposición. Una historia de las que perduran.