La historia se escribe siempre desde el futuro. Corría el año 2003 cuando un chaval joven, zurdo, de pelo largo, y con un parecido razonable al protagonista del Libro de la selva, daba sus primeros raquetazos en el circuito profesional. Los medios de comunicación comenzaban a hablar de él como una figura prometedora del tenis español.

Aquel día, un 14 de mayo, se enfrentaba al que era su ídolo, Carlos Moya, mallorquín, como él, y que en aquellos momentos se partía la raqueta con los mejores tenistas del mundo. Recuerdo ver alucinado el resumen del partido en un informativo de televisión: el pequeño Mowgli jugaba con un descaro increíble, golpeaba cada bola como si fuera la última y celebraba los puntos como si no hubiera mañana.

Ganó a Carlos, sin contemplaciones, y después le saludó en la red con un respeto solemne, como un niño pidiendo perdón a su padre con la mirada cuando le gana compitiendo a pecho descubierto por primera vez. Lija y caricia; respeto y pasión. Aquel día, sin saberlo, me encandiló para siempre.

Un año después, en 2004, logró su primera victoria ante el número 1 del mundo, el increíble Roger Federer. Nadie podía imaginar entonces que aquel momento fue el inicio de una rivalidad grandiosa, una de las más bellas en la historia del deporte. El rey de la elegancia frente a un joven aspirante impulsado por una fuerza inigualable.

Sus duelos eran apasionantes, repletos de estrategia, de emoción y de tenis, porque, aunque a veces el relato olvide lo esencial, Rafa siempre fue un gran jugador de tenis. A sus piernas, a su corazón, sumaba una derecha nunca vista hasta ese momento, su bola daba más vueltas que un tiovivo y, cuando botaba, salía disparada. El peor enemigo para el precioso y preciso revés del suizo.

Una rivalidad que les hizo mejores y que convirtió al tenis en uno de los deportes más mediáticos del mundo. Después apareció Djokovic, claro, otro fuera de serie, Elastic Man, que convirtió al dúo en un trío, el Big Three, la mejor generación en la historia del deporte de la raqueta.

Para entonces Nadal ya lucía sus famosos pantalones pirata y una camiseta sin mangas. Su figura se convirtió en un icono mundial y sus gestas sobre la pista iban completando la leyenda: la remontada ante Ljubicic en 2005, en Madrid, el triunfo ante Federar, casi ya sin luz, en la mítica final de Wimbledon de 2008, la final en Australia perdida ante Djokovic en 2013, la más larga de la historia en los Grand Slam y, por supuesto, su dominio absoluto sobre la arcilla de Roland Garros. Como diría otro grande, Antonio Vega, El Sitio de su recreo.

Sobre la tierra de París Nadal construyó el jardín de su leyenda. Ganó el torneo a los 19 años, en su primera aparición, en 2005. Ganó también en 2006, en 2007, en 2008... Invencible durante 31 partidos consecutivos hasta que Robin Soderling se cruzó en su camino en cuartos de final del año 2009. Fue una gran sorpresa y un pequeño paréntesis. Después volvería a ganar en 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2017, 2018, 2019, 2020 y 2022.

Los escribo todos, año a año, para que entre por los ojos la magnitud de su gesta: ¡¡¡14 Roland Garros!!! Todos ellos, menos uno, a las 15 horas del domingo, la hora mágica de Nadal. Esos días siempre comía pronto para 'jugar' la final con él desde casa. Cada bola, cada puño al aire, cada salvada imposible, cada mordisco al trofeo...

Ese último año, en 2022, nos regaló otra de sus grandes hazañas, en el Open de Australia, en otra épica batalla ante el ruso Daniil Medvedev. Nadal reapareció a comienzos de ese año tras cinco meses de parón por las malditas lesiones, esas que, sin muchas veces saberlo, ha llevado en su bolsa de raquetas durante gran parte de su carrera. Medvedev se apuntó los dos primeros sets. Nunca antes ningún jugador había logrado levantar una final de Grand Slam tras haber perdido las dos primeras mangas.

El 'Win Predictor', una herramienta novedosa recién estrenada por la ATP, le daba un 4% de opciones de ganar en ese momento. Pero, claro, la inteligencia artificial es incapaz de medir la capacidad de resiliencia de un tipo como Nadal. El hombre volvió a superar a la máquina y Rafa acabó imponiéndose tras una batalla memorable mientras muchos aficionados tomábamos el café con las tostadas del domingo. Otra vez, el domingo.

Todo esto se me pasaba por la cabeza cuando anoche vi a Rafael despedirse del torneo de Madrid. El pequeño Mowgli se había hecho mayor. La ley de la selva también es implacable con un guerrero como él.

Todavía nos resta algún capítulo emocionante, seguro. Ojalá en Roland Garros o en los Juegos Olímpicos, formando pareja con Carlos Alcaraz, pero la imagen de Nadal despidiéndose de Madrid me ha tenido gran parte de la noche en vilo.

Uno nunca sabe lo importante que puede llegar a ser en su vida lo que tiene delante en un momento cualquiera. La historia, como decía al principio, se escribe desde el futuro. Gracias, Rafa, por todo lo vivido en estos últimos 20 años.