Delito de 'enchufismo'
Red de enchufes: la imputación de la expresidenta de Adif destapa el patrón de dedazo institucional
¿Por qué es importante? El caso de la amiga de Ábalos no es un desliz aislado, sino parte de un sistema donde se reparten cargos públicos por afinidad política, saltándose la ley y degradando la función pública con impunidad.

La imputación de Isabel Pardo de Vera, expresidenta de ADIF, por malversación y tráfico de influencias no es un caso aislado. Es una pieza más del engranaje de lo que en España lleva décadas funcionando como una red sistemática de 'enchufismo' institucional: colocar a personas afines, sin cumplir los requisitos legales, en puestos públicos pagados con dinero de todos.
Esta vez, la alerta la encendió un mensaje informal pero elocuente: "Que llamen ya a Jessica (la amiga de Ábalos) para que se inicie su contratación, que si no Ábalos me corta los huevos".
Jessica fue contratada. Y nadie acabó castrado. Pero el mensaje revela cómo las decisiones sobre contratación pública no pasan por méritos, concursos, ni procesos transparentes, sino por presiones personales y redes de favores. El juez lo ha definido sin rodeos: fue una contratación "irregular y caprichosa".
¿Es delito enchufar?
Sí. Aunque no existe el 'delito de enchufismo' como tal, el Código Penal lo llama prevaricación: un funcionario o autoridad que, sabiendo que es ilegal, nombra a alguien sin reunir los requisitos. La pena puede alcanzar los 288.000 euros de multa y hasta tres años de suspensión de empleo público. Tanto para el que enchufa como para el enchufado.
Pero muchas veces no se queda ahí. Cuando hay presiones de un cargo superior, puede añadirse tráfico de influencias. Si hay un beneficio a cambio, se habla de cohecho. Y si hay perjuicio económico al Estado, entra en juego la malversación, con penas que pueden llegar a los seis años de cárcel y la obligación de devolver lo cobrado.
No es un caso, es un sistema
El caso de Jessica y Ábalos no es anecdótico: es sintomático. El 'enchufismo' no es una anomalía, sino una práctica estructural normalizada en muchas administraciones públicas. Funciona con discreción, apoyado en redes de lealtades, favores personales y miedo a perder apoyos políticos.
Y afecta a todos los niveles: desde ayuntamientos hasta empresas públicas del Estado. Como recordatorio, queda el caso de Antonia Muñoz, exalcaldesa de Manilva (IU), que enchufó a 749 personas entre 2007 y 2013. Nadie compite con ese récord, pero todos participan del mismo juego.
El coste invisible
Más allá del delito, el coste del 'enchufismo' es estructural. Degrada la función pública, destruye la confianza ciudadana y frena la entrada de talento real. Cada enchufe es un puesto que no se ganó, un salario que no se justifica, un servicio que se debilita.
Y lo peor: en muchas ocasiones no deja rastro salvo un mensaje como el de Ábalos. Porque no siempre hay comisiones ni sobres: a veces el precio del enchufe es simplemente un silencio, una lealtad futura o la amenaza de una represalia personal.
España no necesita más códigos éticos. Necesita aplicar las leyes que ya existen, cortar de raíz el clientelismo y entender que un Estado moderno no puede funcionar como una empresa familiar. Porque enchufar no solo es inmoral: es delito.